Numéricamente, pocos paños calientes se le pueden poner al resultado del PP en las elecciones generales: 66 escaños, 71 menos que en el 2016, y tres millones y medio de votos menos. Políticamente, el balance es desolador para Pablo Casado. El líder del PP ensució la campaña con sus virulentos ataques a Pedro Sánchez, legitimó la ultraderecha de Vox (dos días antes de la votación llegó a proponer un Gobierno del «trifachito»), se embarcó en una carrera de radicalismo con la extrema derecha y con Ciudadanos y dejó al PSOE todo el voto centrista, un regalo que Sánchez supo aprovechar.

La campaña y el pésimo resultado del 28-A fue la culminación de una gestión como jefe de la oposición basada en la dureza (insultos incluidos a Sánchez) y por un viaje a la derecha extrema que se vio acentuado por el acuerdo a tres bandas en Andalucía. Ese pacto que le dio al PP la Junta de Andalucía ocultó que su resultado había sido más que discreto. El electorado, muy movilizado contra las propuestas tan radicales de los tres partidos de la derecha, le negó el 28-A la posibilidad de gobernar, pese a perder las elecciones, con otro pacto a tres. Si la derecha no suma es porque el desplome del PP fue histórico.

Instado por los barones del partido, en su análisis electoral en el comité ejecutivo nacional Casado protagonizó un viaje exprés al centro, aunque sin autocrítica. Ahora ya llama ultraderecha a Vox, después de haberle permitido marcar la agenda de la derecha en asuntos como la identidad nacional y las políticas de igualdad. No suena sincera esta supuesta moderación, poco acorde con la biografía política de Casado, un hombre de José María Aznar que en sus nueve meses al mando del PP ha intentado acabar con los vestigios de Mariano Rajoy, lo que Santiago Abascal y muchos en el PP llaman o consideran «la derecha acomplejada», es decir, de vocación moderada.

Tradicionalmente, esta intención de cubrir un amplio espectro de centroderecha es lo que ha permitido al Partido Popular lograr grandes cuotas de poder. El PP de Pablo Casado ha sido borrado del mapa en el País Vasco y es irrelevante en Cataluña, y sus barones temen un descalabro en las inminentes elecciones autonómicas y municipales. Pero más allá de la próxima cita electoral, la pregunta que deben responder los conservadores es si quieren ser un partido de gobierno con presencia en toda España o una fuente de radicalismo.