Julia Roberts llegó a San Sebastián acompañada de Javier Bardem para presentar en el Festival de Cine de la ciudad vasca la película que ambos han protagonizado. El primer día la diva pisó la alfombra negra casi de puntillas, enseguida hizo mutis por el foro. Apenas se dejó ver. Miles de seguidores esperaban su cordial saludo, un sosegado y pausado detenimiento para ser fotografiada, admirada, piropeada. Pero sus fans se quedaron con las ganas. ¿Qué hubiese ocurrido si la Roberts se hubiera encontrado en su recibimiento rodeada únicamente por sus guardaespaldas y algunos periodistas y fotógrafos? Nadie que la enalteciera, que la reclamara para firmar autógrafos, para que saludara. Seguramente hubiese significado un mazazo a su ego.

El segundo día de estancia en San Sebastián, la actriz asumió su papel real de ídolo y respondió al requerimiento de sus seguidores. Y como a ídolo corresponde, su humana figura fue alabada exageradamente por estos. Incluso los medios de comunicación se deshacían elogiando su presencia. La describieron resaltando en exceso sus facciones: de su cara surgía una mirada sensual; de su boca una sonrisa superlativa y una voz armoniosa; de su talle, una piernas inacabables, esbeltísimas. Toda ella es especial, mágica, sorprendente.

Uno se pregunta a qué viene esta desmedida idolatría con la que se suele agasajar a algunos personajes famosos. Quizá el ser humano necesite llevar ídolos en el corazón y no pierde la oportunidad de agasajarlos cuando los tiene cerca. Actores, cantantes, toreros, deportistas, políticos, religiosos, son los que más se llevan. Les otorgamos una condición sobrenatural, como si fuesen los únicos capaces de hacer lo que hacen y ser lo que son. Sin duda, algunos son verdaderos genios, pero si uno busca en la historia de sus vidas, se dará cuenta de que en la mayoría de los casos su único mérito ha sido haber estado en el sitio justo en el momento oportuno y haberlo aprovechado.