Bajo la forma de una serie de recomendaciones ético-políticas, la Conferencia Episcopal Española, órgano de gobierno de la Iglesia católica en España integrada por los obispos, se ha convertido desde el jueves en parte beligerante en la campaña electoral ya en curso. Y lo ha hecho con una intensidad y decantación ideológicas desconocidas hasta la fecha.

Los obispos se han sumido de lleno en el fragor de la batalla al descartar para los restos que el Estado pueda concertar una salida política de la violencia etarra mediante alguna forma de negociación con los terroristas, lo cual coincide, aunque lógicamente se guarden de decirlo, hasta la última sílaba con la posición que ha mantenido el PP en la legislatura que está a punto de acabar y, al mismo tiempo, descalifica al PSOE.

Contemplado ese pronunciamiento desde una perspectiva histórica, con él la Conferencia Episcopal deja a un lado de un plumazo la muy larga y honorable tradición de la Iglesia católica en la mediación de conflictos tan dramáticos como el vasco, desde el Ulster hasta toda clase de tragedias humanas en las cuatro esquinas del planeta. Si los obispos entienden que cualquier clase de acuerdo con ETA para que deponga las armas y deje de matar conculca la moral y la tradición católicas, deben explicar a sus desorientados feligreses en qué posición queda ahora monseñor Uriarte, que participó en el intento de negociación con ETA promovido por un Gobierno de José María Aznar sin que en ese momento saliera de la boca de ningún obispo el más mínimo reproche.

Y, puestos a explicarse, también deberían sentirse obligados a aclarar a su confundida grey con qué criterios administran la tradición del Concilio Vaticano II y el legado del cardenal Tarancón para encastillarse en un dogmatismo que, con harta y preocupante frecuencia, recuerda la implicación política de la Iglesia con la estrategia de la derecha antes, durante y después de la guerra civil. Es preciso que lo haga porque en el problema vasco, al igual que en relación a la asignatura de Ciudadanía y en las llamadas políticas del cuerpo --aborto, utilización del preservativo, matrimonios entre homosexuales--, los prelados identifican el debate de los valores en una sociedad avanzada con el relativismo moral. Y tal relativismo no lo practican los grandes partidos a los que apuntan los obispos --el centro y la izquierda laicos--, así sean de ámbito estatal o autonómico, salvo que la lectura de sus programas se haga desde el puro integrismo.

Pocos estados no confesionales son más respetuosos con la Iglesia que el español. Por imperativo legal --la Constitución de 1978 incluye una referencia expresa de la confesión católica-- y porque los católicos funcionales son mayoría en España. Por eso resulta aún más chocante esa beligerancia y esa pretensión extemporánea de imponer un rasero moral y rescatar del pasado cuotas de influencia y de poder que nada tienen que ver con una nación moderna de ciudadanos libres.