TEtn los últimos días los medios de comunicación recogen numerosas noticias y crónicas sobre acontecimientos y eventos organizados en la región que reivindican el papel de la mujer en el mundo rural, conmemorando una fecha ya institucionalizada a nivel mundial. Con motivo de esta celebración suelen presentarse nuevas iniciativas y nuevas estrategias para intentar de alguna manera corregir las desigualdades que sufre la mujer en este ámbito y que afectan sobre todo a aspectos laborales y de igualdad de oportunidades, de conciliación de la vida familiar y laboral, y fundamentalmente a su falta de reconocimiento como activo importante del medio rural, imprescindible en algunos sectores como el agrario, donde su aportación ha sido crucial a lo largo de la historia.

La próxima puesta en marcha de programas específicos para que las mujeres puedan acceder a la cotitularidad de las explotaciones agropecuarias, anunciado hace unos días por el Gobierno extremeño y por la propia ministra de Igualdad, es sin duda un paso importante para ese reconocimiento al que antes me refería, y un buen instrumento para animar a otras mujeres a que se incorporen profesionalmente a la actividad agraria. Ahora bien, el trabajo del campo requiere si cabe de un mayor esfuerzo y compromiso, de un mayor tiempo de atención y dedicación, que limita en muchos casos conjugar profesión y otras inquietudes que las mujeres rurales, al igual que las urbanas, tienen. Me refiero a la atención de los hijos, a la mejora de su cualificación y autoestima, a sus compromisos sociales, etcétera. Parece por tanto lógico que junto a esta ambiciosa e interesante medida tengan que arbitrarse otras paralelas que incidan sobre ello y que contribuyan a dignificar una profesión en clara regresión, a la que por desgracia los jóvenes no acaban de engancharse, y en la que el asunto del ocio y tiempo libre aún está a mucha distancia con respecto a otras profesiones.