Vivimos en el lenguaje de las imágenes. Ya lo sabemos. Es terrible. Pese que, a diferencia de otros tiempos, la mayoría sabe leer y escribir, la gente confía en las imágenes como nunca. Esas imágenes que, según se cree, valen más que mil palabras -cuando en realidad es justo al revés: no hay palabra que no valga por innumerables imágenes-.

Es terrible este imperio de las imágenes porque -tal como las tiranías que tanto se sirven de ellas- las imágenes no permiten razonar ni dialogar. Les falta articulación, distancia respecto a su objeto, vuelo teórico, reflexión -¿cómo puede una imagen pensarse y criticarse a sí misma?-. Las imágenes muestran, pero no explican; conmueven, pero no argumentan; emocionan, pero no razonan. Por eso solo admiten la creencia ingenua, la fe, el sentimiento. Y por eso son -las imágenes- el «lenguaje» del mito, la religión, el arte, y de todo lo que es irracional.

Lo malo es cuando las imágenes invaden el campo que no les pertenece, el de las palabras mayores, el de la ética, la política o la ciencia. Cuando la ética o la política caen presa de los imaginarios (con sus buenos y sus malos, sus ideas-tabú, sus tramas épicas y sus finales apoteósicos) estamos perdidos: la vida moral se convierte en una misión redentora con la que salvar a todos (quieran o no) y la política un dogma totalitario que implantar a toda costa. ¿A quién puede extrañarle que parte de la Iglesia se alinee -por ejemplo- con el nacionalismo? A nadie, pues comen, ambos, del mismo mana: imágenes, mitos, sentimientos...

Otra muestra de la tiranía impuesta por las imágenes es la adoración supersticiosa de los datos. El dato, el «hecho», lo que imaginamos percibir de la realidad, es de por sí tan parco en significado como lo son las imágenes. Hay que vivir en el bienaventurado reino de los ciegos para creer que la realidad reside en una colección de hechos «puros», ajenos a la interpretación que les damos. Ni el científico más apegado al viejo ideal (que no hecho) empirista creería que el mundo es transparente a los ojos. Ni el más ingenuo de los habitantes de este planeta visual debería ignorar que los datos -como todos los frutos de la subjetividad aplicada a los sentidos- se diseñan, fabrican y distribuyen a petición, consciente o no, del sujeto, del cliente, del adepto.

Ni imágenes, ni cuentos, ni datos. Nada de todo eso puede suplantar a la argumentación: a lo sumo puede provocarla -aunque también distorsionarla-. Nada de todo eso vale sin el esfuerzo dialéctico por contrastar nuestras concepciones del mundo, de la justicia o de lo que sea.

Digo esto frente a tantos desavisados que, en las arduas trifulcas sobre el asunto catalán (o sobre cualquier otro), pretenden oponer imágenes a razonamientos. Frente a cascadas de ideas y razones, estos ingenuos videntes sentencian con una foto, o un vídeo, o una selección de datos, cosechados a placer aquí o allá. Da igual que le menciones las aquilatadas tesis de un clásico, o los más urgentes argumentos de un artículo de fondo. De nada vale todo esto frente a la presunta «potencia demostrativa» de las imágenes. Le argumentas sobre la legitimidad del uso de la fuerza, y te responde con la foto de la cachiporra de un policía. Le cuestionas lo que crees y te responde con ese sucedáneo del pensamiento que es un tuit, o con esa caricatura de juicio que es la descalificación, o con ese afilado mecanismo de defensa que es catalogarte o «retratarte» (o pretender que lo haces tú): o eres o no eres de los nuestros, o amigo o enemigo, o comulgas con mis principios o no. Ya ésta. Así no hay que pensar ni, mucho menos, dialogar.

Yo sé que razonar es fatigoso: exige escuchar, analizar, construir argumentos y, a veces, comerse el orgullo (ese orgullo malsano que nos impide aprender y convivir), pero no hay otra manera civilizada de enfrentar voluntades. La psicológica evolutiva ha explicado como se pasa de la imaginación al pensamiento abstracto: no podemos seguir haciendo política como si tuviéramos diez años. Renunciar al pensamiento es la antesala de la guerra: ese clímax de la propaganda, los mitos, los «hechos puros» y la pura caricatura...