WLw as cuentas del Estado sufren el mismo problema que está atenazando a muchas empresas y a muchas familias: que los gastos superan a los ingresos, aunque de momento no les alcanza el otro mal común, la restricción del crédito. El secretario de Estado de Hacienda, Carlos Ocaña, ha anunciado que el déficit público de las administraciones españolas alcanzó a final del 2008 el 3,8% del Producto Interior Bruto (PIB). Son cuatro décimas más de las que predijo el mismo ministerio, que, como en el descenso del PIB, también se ha quedado corto. Pero la verdadera magnitud se deduce de la comparación con el saldo de diciembre del 2007, cuando en España se mantenía el superávit, un 2,2%. En un año se ha pasado de una recaudación superior al gasto --algo logrado pr primera vez en la historia reciente por el Gobierno de Zapatero-- a un déficit que sobrepasa la línea roja del 3% que marcó en su momento el tratado de Maastricht para los países que comparten el euro.

El dato es malo, pero no tan grave como pudiera parecer. Por dos razones. Porque hay precedentes de que otros países han superado ese límite, especialmente entre los grandes de la Unión Europea, y hasta ahora lo que ha hecho la Comisión Europea es poco más que exigir que se corrija esa desviación. Y también porque en un período de crisis global como la que padecemos, y que castiga a todos los países desarrollados, esa desviación refleja simplemente la entrada en un ciclo bajista, que siempre deriva en una menor recaudación y un mayor gasto social. Cuestión aparte es el reproche, sin duda justificado, que puede hacerse al Gobierno socialista --más que al conjunto del Ejecutivo, a su presidente-- sobre cómo ha utilizado la recaudación de más, con decisiones tan controvertidas como el cheque-bebé o la devolución indiscriminada de 400 euros sobre la declaración del IRPF.

El aumento del déficit es socialmente necesario en esta coyuntura. Aunque no debe convertirse en crónico, entre otras razones porque significa más endeudamiento de España en los mercados financieros, a un precio alto por la escasez de dinero fresco y porque la factura final la acaban pagando las siguientes generaciones. Por lo tanto, la obligación de los gobernantes --sean ministros, presidentes autonómicos o alcaldes: cada uno en su ámbito de actuación-- ha de ser muy exigente en la justificación del gasto público: si es para mantener el Estado del bienestar, especialmente la ayuda a los parados y a familias desasistidas, está más que justificado. Y si se puede mejorar la renta de los pensionistas --la Seguridad Social mantiene cuentas más saneadas-- también es de justicia. Recesión y déficit ya van unidos. Cómo afrontarlos, si con más gasto y deuda o con menos impuestos y servicios es lo que debería marcar el debate político puesto que marca la línea divisora entre posiciones llamadas liberales o socialdemócratas.