Muchos se escandalizaban estos días del tono bronco del debate de investidura. Pero salvo en aquellos que lo tienen por profesión, no veo yo que haya que escandalizarse de nada. El teatrillo de los aspavientos, los ataques verbales y los rostros de indignación es táctica habitual de los regímenes parlamentarios. Como los jugadores de lucha libre, los líderes políticos escenifican una rivalidad exagerada, no solo para negociar al alza o captar la atención de votantes y patrocinadores, sino, sobre todo, para disimular la ausencia real de controversia que entraña el juego democrático.

En nuestras democracias, más que verdaderos desacuerdos ideológicos, lo que hay es rivalidad por el poder, que es cosa muy distinta. De hecho, la bronca exhibición de «principios irrenunciables» y «diferencias insalvables» se activa especialmente cuando el poder está en juego (investiduras, periodos electorales) y -cuando no se usa como estrategia de crispación permanente- se desactiva en periodos de estabilidad.

Ahora bien, aunque en torno al objetivo del poder los políticos son -como dice la gente- «todos iguales», en cuanto a lo que unos y otros pretenden hacer con ese poder sí que debería haber una verdadera controversia. ¿O no?

Veamos.

En primer lugar, la controversia política es, en nuestras democracias, muy relativa. Cualquier partido que se haga con el poder y quiera conservarlo necesita el apoyo electoral de mayorías ideológicamente poco posicionadas y reacias, por principio, a aventuras políticas.

Esto tiende a igualar en la práctica la política de los partidos (los que tienen acceso al poder; los que no, pueden fantasear y generar controversias ficticias, en la confianza de que, al menos de momento, no van a gobernar).

En segundo lugar, las disputas políticas que se exhiben públicamente son, por lo general, bastante superficiales. No hay más remedio: lo más importante está ya decidido de antemano por políticas económicas, equilibrios geopolíticos y dispositivos de legitimación cultural a gran escala que superan con creces las capacidades de los cada vez más endeudados, impotentes y culturalmente desustanciados Estados. De ahí que la controversia político- mediática se vuelque en debates morales (cuestiones bioéticas, derechos de las minorías, cuestiones de género…) o simbólicos (identidad nacional, religión, monarquía…) y no en tratar con profundidad sobre las estructuras productivas y sociales.

Pero, en tercer lugar, y más aún, la «controversia» -en sentido fuerte-resulta, sea cual sea, metafísicamente imposible. Las creencias y deseos de la gente, por distintos que parezcan, o son racionales o no lo son. Si son racionales la controversia es solo accidental y el acuerdo, tarde o temprano, necesario (razón, como la madre de uno, no hay más que una).

Y si son irracionales, o lo son por defecto o lo son por principio. Si lo son por defecto -como cuando somos víctimas de falacias, sesgos o noticias falsas- es de nuevo la razón la que disuelve la controversia librándonos de engaños y errores; y si lo son por principio -suponiendo que tal cosa fuera posible- solo cabe la fuerza para dirimir el conflicto; pero la fuerza no equivale a ninguna controversia, sino a un simple mecanismo físico (por el que unos presionan o resisten más que otros, una urna tiene más o menos votos que otra, etc.).

La controversia es, pues, en nuestras democracias, relativa y superficial y, en un sentido más amplio, imposible. Pero esto no anula la diferencia entre fuerzas políticas. Así, las utopías de la izquierda revelan esa imposibilidad apostando por la educación y el diálogo (que supone y persigue la resolución lógica de toda controversia), mientras que el realismo político de la derecha hace lo propio apostando por la fuerza (que es ya puro mecanismo sin controversia alguna). Ahora bien, esta última y supuesta controversiateológica entre el teleologismo y optimismo racional de la izquierda, y el mecanicismo y pesimismo antropológico de la derecha -o, como suele decirse, entre «convencer» y «vencer»- no puede ser, por lo dicho, menos aparente e imposible que cualquier otra. Ojalá nos convenza de ello esta nueva legislatura.