Hace unos días salieron a la venta las plazas turísticas que anualmente subvenciona el Instituto de Mayores y Servicios Sociales. Desde 1985, un millón de personas jubiladas gozan de unos días de vacaciones soportadas por el Estado. Se trata de un programa de inversión pública que pretende a la vez hacer mejor la vida de los mayores y alargar unas semanas la temporada de las infraestructuras turísticas con el impacto positivo que tiene para el empleo y para el PIB. Una abstracción como el estado del bienestar toma cuerpo en iniciativas tangibles como esta. El programa presenta un balance netamente positivo, tanto por la consecución de sus objetivos como por el grado de satisfacción de los usuarios. Pero este año, las plazas han salido a la venta algo más tarde de lo habitual por un conjunto de recursos y alegaciones cruzadas en el concurso para la adjudicación de este lote que cuesta a la Administración pública algo más de 130 millones de euros que reciben las agencias y los hoteles que prestan el servicio a los jubilados. Pero parece que no tiene mucho sentido que las ayudas que reciben los pensionistas para practicar estos días de turismo no tengan en cuenta el nivel de renta de los beneficiarios. Dar las ayudas de manera lineal puede parecer igualitario pero, en realidad, es discriminatorio pues aparca la dimensión redistributiva que deben tener las ayudas públicas. Es una mala práctica que si se erradicara podría, además, permitir que el programa tuviera más beneficiarios.