Notario

Cualquier observador es consciente de que la situación en el País Vasco se desliza, inexorable y fatal, hacia una sima de enfrentamiento institucional y fractura social de consecuencias impredecibles. Resulta evidente, por una parte, que el grado de incomunicación entre los líderes políticos ha alcanzado cotas tales que, para hallar algún parangón, habría que remontarse a los meses anteriores a la guerra civil española, cuando los dirigentes de los partidos enfrentados ya no se hablaban entre sí fuera de los cauces parlamentarios. Pero aún resulta más grave el enrocamiento de los dos máximos dirigentes en sendas posturas rígidas que no auguran nada bueno.

El lendakari Ibarretxe incrementa, cada día que pasa, su desdén por el marco normativo --Constitución y Estatuto-- que ha hecho posible un cuarto de siglo de estabilidad y progreso en Euskadi, pese al azote desestabilizador del terrorismo. Parece claro que ha perdido el sentido de la realidad, pues la observancia de la ley es precisamente la máxima garantía de los derechos de los más débiles en caso de conflicto. Y el presidente Aznar, por su parte, al proclamar con acritud sostenida el carácter intangible de la Constitución, que exalta como un dogma y utiliza como un burladero, no contribuye precisamente al apaciguamiento.

No se trata de marcar falsas equidistancias. No hago juicios de valor, pues muy diversas pero igualmente complejas son las respectivas responsabilidades. Me limito a constatar un hecho grave: ni uno ni otro reconocen al ordenamiento jurídico su auténtico valor, que es el instrumental. El uno, porque frívola e imprudentemente lo ningunea. El otro, porque acre y rígidamente lo sacraliza.