La sociedad postindustrial genera una serie de necesidades de las que resulta muy difícil sustraerse. Las personas que carecen de recursos para cubrir esos mínimos vitales corren el riesgo de quedar relegadas a la más absoluta indigencia. Para corregir estos desequilibrios, el Estado debe emprender iniciativas que protejan a los sujetos más débiles. Acciones que, por otra parte, se asientan en un principio recogido en el preámbulo de nuestra Constitución: la necesidad de que la nación española asegure a todos una digna calidad de vida.

Pero hoy quiero hablar de otra clase de indigentes. Me voy a referir a aquellos que parece que cada día cuentan con más arraigo social: los indigentes culturales. Estos individuos no tienen un único origen. Unos se explican por la marginalidad social que sufren. La sociedad es consciente de que estos ciudadanos deben ser objeto de una atención especial para que en el menor tiempo posible recuperen el déficit educativo. Hay un segundo grupo de indigentes intelectuales más inexplicable. Son los que habiendo tenido una enseñanza reglada y habiendo consumido, por ende, su alícuota parte del presupuesto nacional para educación acaban evidenciando un grave déficit cultural. Las causas en algunos casos quizás obedezcan a las fracturas propias del sistema educativo, que parece que aspira más que a educar a cubrir estadísticas demagógicas y que mide las tasas de éxito por la cantidad de egresados y no por su calidad. Pero existe otro sector más nocivo de indigentes culturales: los que sufren la manipulación de un sistema educativo politizado.

Esto suele acaecer en ciertas comunidades autoproclamadas históricas que, por mor de la causa diferencial, reescriben la historia y alumbran principios dogmáticos que se asientan en el pretendido superior valor de la causa secesionista. Si a la manipulación institucional se une la estrechez mental del individuo, tendremos como resultado un espécimen aún más dañino. Y si este tipo de «homo sapiens» se dedica a la política, estaremos en presencia del más supremo de los indigentes intelectuales, francamente peligroso para la sociedad. Difícil de curar. Se aferrará a unas ideas preconcebidas y defenderá a ultranza todas las estulticias que le han inculcado.

Algo habrá que hacer para remediar tanta sinrazón. Lo primero, tomar conciencia del problema. Y, después, acordar entre todas las fuerzas sociales y políticas las reformas necesarias para poner cordura donde solo hay desatino. Urge la acción, si no queremos vernos condenados a convivir con tanto necio.