Los tibetanos celebraron el martes con ira y tristeza el cincuentenario de la revuelta antichina que fue aplastada militarmente y llevó el exilio al dalái lama y sus colaboradores, actualmente cohesionados por el Gobierno instalado en Dharamsala (India). En su discurso conmemorativo, el líder espiritual del budismo, aunque denunció que su país se ha convertido en "un infierno" bajo la férula de China, se limitó a reclamar una "genuina autonomía" cultural, aspiración razonable que choca frontalmente con la propaganda de Pekín, cuyo régimen insiste en la inalienable unidad y lanza dicterios contra "las maniobras separatistas". La creciente importancia demográfica, militar y económica de China hace inviable el planteamiento diplomático del conflicto y condena a los tibetanos, residentes o exiliados, al silencio o la protesta sin esperanza.

La sucesión del dalái lama, cuya salud parece declinante, añade complejidad a la tensión endémica que reina en aquella región del Himalaya. La persistente negativa de China a negociar con el dalái lama, pese a su moderación, sitúa el conflicto en el limbo, bloquea cualquier reforma territorial y augura riesgos para la seguridad de la región. El inmovilismo de Pekín alienta a los sectores radicalizados del exilio tibetano, que abogan por una mayor militancia e incluso por la lucha armada como única forma de cambio demográfico en el Tíbet, el arma secreta de Pekín.