Se equivocaba Benjamin Franklin cuando dijo que en este mundo solo hay dos cosas seguras: la muerte y pagar impuestos. Parece que para algunos solo es segura la primera. La globalización ha debilitado de tal manera la soberanía de los Estados que se ven impotentes para controlar las decisiones económicas internacionales. El papel hegemónico de los grandes centros financieros permite que el capital se mueva prácticamente sin control por los mercados internacionales, desde Zúrich a Singapur, pasando por las Islas Caimán, Seychelles o Panamá.

En este sistema de economía mundializada, la especulación es el motor que impulsa la emigración de activos financieros de un mercado a otro. De ahí el nombre de capitales golondrina. Para asegurarse una mayor rentabilidad y un menor control se apuesta por la inversión en centros financieros extraterritoriales u offshore. Son los llamados paraísos fiscales (tax haven).

Cuando mencionamos la palabra “paraíso” se suscita inmediatamente la referencia bíblica a un lugar celestial que disfrutan los “elegidos”, por contraposición al “infierno fiscal” en el que nos encontramos el resto de los mortales que pagamos impuestos. Estos centros paradisíacos gozan de grandes ventajas: baja o nula carga fiscal, secreto bancario, libertad de movimientos de capital, facilidad para la constitución de sociedades mercantiles y, por lo general, ausencia de penalización al blanqueo de dinero. El término offshore (fuera de costa) denota su especial dedicación a operaciones con no residentes. En realidad, las entidades opacas alojadas en estos territorios son meras sociedades fantasmas sin actividad que sirven de tapadera a otras ubicadas en centros financieros regulados.

La globalización neoliberal está produciendo un aumento de las desigualdades sociales y de los desequilibrios económicos. Una forma de luchar contra estos males pasaría por volver a una economía más doméstica y menos especulativa. Para ello sería necesario que los Estados recuperaran la capacidad de poder implantar políticas económicas y monetarias que les permitieran un control más efectivo de los capitales y de los mercados.

Los países occidentales, entre ellos la Unión Europea, suelen legislar y aplicar políticas de lucha contra el blanqueo y la elusión fiscal. Sin embargo, en la práctica se constata que se actúa con mucha complicidad y mayor ineficacia culpable. Muchos países amparan en su territorio guaridas fiscales. En Europa, Luxemburgo, Holanda, Mónaco, Gibraltar o Malta son exponentes claros.

Para una lucha efectiva contra los refugios fiscales se precisaría una mayor concienciación y voluntad de todos los Estados que permitiera adoptar medidas más radicales. Se han propuesto muchas, entre las que cabe citar: la reforma en profundidad de las instituciones financieras internacionales; un reconocimiento del derecho de injerencia de los Estados respecto de los países con paraísos fiscales; centralización de la información sobre delitos financieros; desaparición del secreto bancario; no reconocimiento de sociedades tapaderas; legislación más rígida contra el blanqueo de dinero y los delitos económicos; mejor cooperación judicial en materia financiera.

Estas medidas podrían ayudar a desterrar los paraísos fiscales a fin de recuperar la dignidad y la igualdad en el pago de impuestos. Pero lo mejor de todo para acabar con el problema, o al menos reducirlo, sería que desapareciera la hipócrita inoperancia de los Estados.