TAt pesar de que el Gobierno no ha presentado ni la mitad de las 18 leyes que en diciembre anunció que enviaría al Congreso antes de marzo de 2011 --algunas de las cuales viene prometiendo desde hace un año y alguna de las cuales nunca presentará-- la inflación legislativa es elevadísima. De hecho, el Consejo ejecutivo de la Generalitat ha aprobado hace unos días una simplificación administrativa que comporta la eliminación de 246 disposiciones normativas que, como demuestran los hechos, no servían para nada. Al revés, en la mayoría de los casos tanto el Parlamento nacional como los autonómicos, el Gobierno, las comunidades autónomas, los ayuntamientos y todo lo que se les ocurra que pueda tener capacidad normativa en el grado que sea, parecen haber sucumbido a la fiebre de regularlo todo.

No hablo ya de las prohibiciones de fumar, de conducir a menor velocidad o de otras cosas que afectan, incluso, a la vida privada de cada cual, sino de todo. Cualquier cosa puede ser objeto de regulación. Y lo que es peor, puede ser regulado de una manera a nivel nacional, de otra a nivel autonómico y de forma diferente en cada autonomía. Incluso, fíjense, hay comunidades autónomas que, en lugar de regirse por la norma nacional, la repican en los mismos términos a nivel regional, lo que cuesta tiempo y dinero y no sirve para nada. El problema es que quien quiera saber sus derechos y sus obligaciones, o la empresa que quiera instalarse en España, lo tienen casi imposible.

Las leyes, además, no tienen vocación de permanencia. Perdón, las leyes no tienen vocación de nada. Los que tienen vocación de cambio constante son los legisladores que parecen no creer demasiado en lo que legislan, porque lo cambian cada dos por tres a golpe de telediario o de portada de periódicos o por cambio de opinión, o bien actúan con escasa reflexión ya que lo aprobado hoy se modifica mañana y los derechos de ayer dejan de serlo mañana sin que nadie de explicaciones o asuma responsabilidades.

Así que, visto el patio, la pereza legislativa en ocasiones impide solucionar problemas y en otros, al menos, no los crea. Hay comunidades autónomas que han dictado el año pasado más de 600 leyes y entre todas, más de 6.000. En un año. Y, a pesar de todo, los ciudadanos sobrevivimos. Imaginen que todas las comunidades autónomas y el propio Estado se dan un plazo de inactividad legislativa y dedican todo su esfuerzo a eliminar todas las leyes que son innecesarias, que ya no tienen ninguna validez o que interfieren la seguridad jurídica, la libertad de mercado o la equidad entre los españoles de uno y otro territorio. Cataluña no ha hecho nada más que empezar. Pero imaginen que de diecisiete plumazos, 250 por 17, nos cargamos 4.000 leyes. Y que, luego, siguen limpiando lo innecesario y lo contradictorio. ¿Pasaría algo? Sin duda viviríamos mejor y la seguridad jurídica sería mucho más elevada.