TEtscribo desde Anapoima, un lugar paradisíaco a menos de cien kilómetros de Bogotá. Durante casi tres semanas de viaje por el país se ha hecho ineludible la conversación sobre el desarrollo de los últimos pasos del complejísimo proceso de paz emprendido allá por el otoño del 2012. El consenso en torno al balance de largas décadas de conflicto armado con las FARC es unánime: 7,5 millones de víctimas directas o indirectas, unos 220.000 muertos (civiles en un 80%). En un proceso de contradicción ideológica imperdonable, las FARC han castigado, desde su fundación oficial en mayo de 1964, a los sectores más desprotegidos, pues su actividad ha supuesto el hostigamiento y el desarraigo permanente para millones de desplazados que no pertenecían precisamente a las clases privilegiadas contra las que, en teoría, se alzaban en armas los guerrilleros. La ineficacia del Estado y las connivencias de distinto grado con los paramilitares, el narcotráfico y la delincuencia común otorgaron una dimensión estratosférica al problema.

Sin el consumado proceso de paz, Juan Manuel Santos pasaría probablemente a la historia como un gestor más bien mediocre, adscrito a una derecha clásica, incapaz de afrontar los enormes desajustes del país. La mayor parte de empresarios e intelectuales aprueban el proceso de paz, pero suplican a voz en grito que Santos se desvincule de él para que la sociedad deje de percibirlo como su empeño personal y pase a entenderlo como una oportunidad para forjar su futuro desde la paz.

Ahí radica la gran paradoja: Santos puso todas sus fichas en la casilla de la paz y ahora, tendrá que enviar a otros a la ventanilla de cobro. Por ejemplo, a unos negociadores capaces de alcanzar unos acuerdos cuya redacción ocupa más de cien folios, de los que podríamos rescatar términos especialmente innovadores y atrevidos: tal vez el más importante sea sustituir el concepto de condena por el de reparación. El acuerdo no fija nada parecido a una amnistía. Al contrario, quienes hayan cometido lo que aquí llaman delitos de lesa humanidad deberán asumir públicamente su culpa y participar en actividades de reparación concreta como, por ejemplo, el desminado de campos. Quienes no lo asuman pagarán 20 años de cárcel, tras su paso por un Tribunal Especial de Paz, con jueces propuestos por cinco entidades, ONU y Vaticano entre ellas. Las FARC entregarán todas sus armas a la ONU en un plazo máximo de seis semanas, dato milagroso si recordamos que el desarme del IRA tardó más de cinco años en hacerse efectivo. Las FARC obtendrán por decreto asientos en el Parlamento, un altavoz pacífico desde el que hacer oír sus reivindicaciones y, ojalá, sacudir un establishment político instalado en el clientelismo y la administración de privilegios.

El acuerdo queda pendiente de la validación de un referéndum, el 2 de octubre que, paradójicamente, no puede darse por descontada. El expresidente Alvaro Uribe , que fracasó en el intento de derrotar a las FARC por las armas, pese a contar con la colaboración plena de Estados Unidos y un concepto más bien relajado de lo que es legítimo en la lucha, apela a los elementos más emocionales y primitivos de la demagogia para soliviantar a sus seguidores, que aún se cuentan por millones, en contra del acuerdo. De todos modos, se diría que el cambio de paradigma lógico ya está en marcha: se trata de sustituir la antigua asociación entre injusticia y guerra por una nueva lógica que define la paz como condición necesaria para el progreso igualitario. El proceso de paz no es solo el fin de una etapa oscura y terrible; es el principio de un viaje fascinante, y lleno de peligros, hacia un país más justo.

XPARECEx obligatorio subrayar algunas derivadas desde una óptica propia. Si España no es capaz de tener siquiera un mínimo protagonismo en unas conversaciones de paz para Colombia celebradas en Cuba, resulta demasiado fácil medir la levedad de nuestro peso en el concierto internacional. No estamos donde nos correspondería y lo peor es que --tras el prolongado gobierno de una derecha que solo mira hacia América Latina con desprecio o indiferencia-- ya nadie nos echa de menos. Y no es que hayamos dejado de estar presentes para priorizar nuestro papel, por ejemplo, en la UE. Merkel , Hollande y Renzi se siguen reuniendo para fijar estrategias sin pedir nuestra presencia ni para servir el café.

La otra derivada quizá sea menos visible porque discurre a mayor hondura. Este proceso es una lección brutal para una madre patria que sigue demostrándose incapaz de sentarse a hablar para resolver sus conflictos. O siquiera para intentarlo. No hemos sabido hacerlo para cerrar las heridas del pasado y no parece que nos inclinemos por hacerlo para protegernos de las que amenazan con ensombrecer nuestro futuro. Así nos va.