El presidente francés tiene hasta el próximo otoño para convencer a los socios de la UE de que su propuesta de contrato de integración para los inmigrantes es la mejor manera de controlar los flujos de entrada de extranjeros. Nicolas Sarkozy pretende que los Veintisiete adopten una fórmula, en vigor en Francia desde el 2004, que, a la vista de los resultados, está lejos de ser la mejor manera de incorporar a los recién llegados a la sociedad de acogida y, en cambio, ha dado pie a casos flagrantes de injusticia, familias divididas y expulsiones sin justificación. La pretensión de Sarkozy, presidente de turno de la UE a partir del 1 de julio, de comprometer a los inmigrantes en el conocimiento del idioma de los estados de acogida y dejar a estos la fijación de criterios de selección tiene todos los atributos de una operación de darwinismo social, más cercano a la fiebre xenófoba desatada en Italia que a la apuesta por la prudencia del Europarlamento. Cierto es que la UE no puede ser el destino incondicional de todos los flujos migratorios, pero tampoco puede ser insensible a la tragedia humana ni soslayar algo subrayado por el Gobierno español: la inmigración es "un fenómeno positivo", de gran importancia económica y cultural.

Por lo demás, es un hecho que los inmigrantes, con mayor o menor celeridad, según su país de origen, aprenden el idioma de la sociedad que les acoge y están sujetos a sus leyes. Estipular por contrato algo que ya se da en la práctica no es solo discutible, sino que puede provocar movimientos reactivos de hostilidad entre comunidades, algo que Francia sufre con alguna frecuencia --las crisis de las banlieues --, pero España y otros países, no.