A veces, al contemplar nuestra sociedad, se me esfuma el optimismo de la mirada. No es que vea el futuro de color de hormiga, pero sí que me preocupan los derroteros hacia los que se encamina. Por eso, en ocasiones, lo que hallo en la realidad me produce indignación, y, en otros momentos, tristeza. Una de las cosas que más desazón me genera es la prematura pérdida de inocencia de los niños. Esa virtud de la mirada inmaculada es un patrimonio exclusivo de la infancia. Y, en mi opinión, habría que alentar su conservación, porque cada vez se evapora antes, y eso es descorazonador. Habrá a quien le haga gracia, pero a mí, sinceramente, me abate comprobar que hay criaturas, que aún no levantan más que un puñado de palmos del suelo, y están ya investidas de la picardía adulta. Aunque haya quien defienda que los críos deben aprender cuanto antes y lo máximo posible, yo creo que hay que dejar que su capacidad de cognoscimiento fluya de un modo más o menos natural, sin forzar en exceso sus estructuras mentales, pero, sobre todo, sin acelerar artificialmente su capacidad para gestionar el terreno de las emociones. El enriquecimiento verdadero, en el terreno cognoscitivo, lo aporta el estímulo controlado y la dirección coherente que ofrecen los profesionales de la educación en las escuelas. Y, en el plano sentimental y cívico, ese papel de guía lo deberían ejercer los padres. Pero ocurre que, cada vez con mayor frecuencia, las familias delegan esa primera --y fundamental-- etapa educativa en la televisión (y en Youtube, y en el smartphone...). Y ahí es donde suele comenzar la endiablada tendencia al descontrol en la asimilación del conocimiento cívico, emocional y actitudinal que acaba acarreando una ingente cantidad de problemas, tanto en el terreno familiar como en el académico y social. Los filtros, en los primeros años de vida, son muy importantes, y deben ser promovidos por los padres, esencialmente. Y resulta desesperanzador comprobar cómo los mismos progenitores que, cuando van a la playa, untan a sus hijos con protector solar, para que su joven y delicada piel no se queme, los dejan totalmente desamparados ante unos medios e instrumentos que corrompen sus tiernas e inocentes retinas.