No creo que se pueda decir o aportar algo más sobre la desafortunada y llorada muerte del niño Gabriel. Es más, creo que nuestro silencio (y respeto) es la única contribución que puede esperarse de los que estamos lejos del asunto, por mucho que lo vivamos con la intensidad de los cercanos. ¿Cabe una palabra después de la expresión --templada, juiciosa, alejada de toda revancha-- de una madre que empieza su duelo por el hijo perdido? ¿Merece la pena un tuit, un post, una declaración más tras el emotivo y cálido homenaje que la hermana de Diana Quer consagró a Gabriel y al recuerdo (aún vívido) de su hermana?

Ahora, que entramos en tiempo de que la investigación culmine la estupenda labor policial y forense, debemos esperar y confiar en una claridad en la instrucción y un tribunal sentenciador que posea los elementos de juicio adecuados. ¿Queda algo más? Sí, Miedo. Por lo que subyace es lo que contaba el bardo inglés («Told by an idiot, full of sound and fury»): el ruido y la furia. El patrimonio de aquellos a los que la razón supone estorbo, y la reflexión interpretan como debilidad.

Al menos para mí, han sido días difíciles en las redes sociales. No nos engañemos: las redes sociales ni han inventado ni exacerbado nada. Sólo que no nos hacía falta «silenciar» a tanta gente. Este caso, seguido desde el primer día con una intensidad mediática, ha desatado una ola de imbecilidad flagrante, aupada por el doble juego que permiten las redes: el anonimato y una espoleta en el ego de saber que alguien, en algún momento, leerá lo que se escriba. Aunque no valga ni para usos propios del baño.

En medio del griterío, dos corrientes han tenido la capacidad de hacer hervir y helar mi sangre, sin solución de continuidad. E imagino, pero es conjetura, que muchos se hayan sentido tan asqueados como yo con esta exhibición (innecesaria) de vísceras y complejos mal digeridos.

Por un lado, aquellos que en todo, en todo lugar o momento, ven sólo ideología. Y oportunidades para blandirla, por inoportuno que sea. Por supuesto, con la voluntad de convertir cualquier hecho o dato en algo perfectamente encajable en su esquema mental. Nada escapa al sesgo de confirmación, nada escapa al «activismo» (qué mal ha hecho la perversión de esta palabra). ¿Legislar en caliente? ¿Violencia machista? ¿Cadena perpetua? Cabe todo si vas por la vida con un calzador gigante en tu cabeza, para usar lo que haga falta a la causa. ¿No les da envidia? ¡Qué sencillez tener siempre razón! ¡Tener siempre la claridad de discernir y analizar las causas últimas de lo que todos hacemos! Envidia, decía. Ninguna: prefiero no vivir en la jaula de ningún pensamiento. Menos aún en una ideología que crean otros y que suele aprovecharles a ellos.

Por otro lado, duele constatar una realidad: España no es un país racista porque evita mirarse al espejo. El racismo que han mostrado muchos cabría calificarse de «quitar la careta», pero es que dudo que muchos de ellos ni siquiera pierdan energías en un disimulo de conveniencia. Huyo de toda generalidad, y claro que hay un altísimo porcentaje de habitantes de este país (nacidos o no en él) a los que la piel no les importa. Pero la furia incontinente de muchos señalan los ríos de color púrpura en el subsuelo de nuestra conciencia como sociedad.

No vale la excusa de que el caso de Gabriel ha tocado, de una forma particularmente intensa, la fibra sensible de todo el país. Porque ha sido así: estos raros casos en los que la tristeza ha invadido a todos, pese a la sospecha, cuasi originaria, del fin fatal del pequeño.

Quiero creer que esto ha sido por la coherencia, templanza y contención que han repartido los padres en estos tremendos días; especialmente, la semblanza de una madre que siempre ha tenido claro que el débil era sólo su hijo, que (consumado el peor resultado) supo que sólo se lo devolvería una actitud de compromiso con la vida, una actitud que merece mil y un aplausos.

Pero, y aún a riesgo de resultar cínico, quizá también ha funcionado el juego de los intereses (creados) en los que han lanzado exaltados discursos (muchos de ellos digitales) en los que la emoción arrincona toda razón. Aquellos que saben que, en ese momento, el trazo grueso sirve de liberación de miedos, de frustraciones, de desvaríos personales. Y así, hábilmente, convertir la excepción en regla y hacer de la parte un todo.