Evocar los luminosos momentos infantiles que sabían a turrón de chocolate y olían a castañas asadas. Sentir el tacto confortable de la abuela en su mecedora y oír el júbilo del "¡ay del chiquirritín, chiquirriquitín, queridín, queridito del a- al ma"!, y el lejano "¡veinticincomiiiiiiiiiiiiil peseeetas!" perdido para siempre. Adobarlo con la nostalgia sin lágrimas de los seres queridos desaparecidos y nunca olvidados, la memoria agradecida de su sabiduría, la caricia, ternura y besos de su amor y la añoranza de su ejemplo y su consejo. Espantar a fuerza de coraje, valentía, esperanza contra todo pronóstico o abnegación aprendida en el humilde ejemplo sin estridencias de nuestras mujeres fuertes, cualquier asomo de pena, miedo, desesperanza, desánimo, abatimiento o pesimismo. Pintar de blanco y oro un futuro que se anuncia negro y gris. Tener muy presente que son pocas y sencillas las cosas que importan en la vida. Convencernos de que hace más feliz dar que poseer, perdonar que ofender, sostener que dominar, enterrar el rencor que cobrarnos las afrentas. Mantener que la verdadera alegría no está en las compras pasajeras, en tener, tener y tener, sino en intentar, aunque sin lograrlo, ser un poco mejores cada día. Asumir que el mejor regalo para los que queremos es una sonrisa confiada cuando brilla el sol y una todavía más grande en los días de lluvia. No pedirles más que lo que pueden darnos. Cerciorarnos de que nuestros pequeños, a los que tanto protegimos, saben que nos tendrán cuando nos necesiten, sea lo que sea lo que les depare la vida por más que dejaron hace tiempo de ser aquellos micos que nos comíamos a besos. Dar gracias por nuestros mayores, los que nos quedan, por su tierna decadencia, su dulce fragilidad y su cariño amable e ilimitado. Mantener contra las asechanzas de un mundo que se desmorona la certeza de que, aunque la vida a menudo es un asco, hay momentos que confortan el alma y que mantener vivo su calor y su sabor es receta infalible para preparar la Navidad.