Desde la semana pasada nos sacuden las imágenes de los incendios en Gran Canaria, que han arrasado una de sus zonas más bellas, al norte del Roque Nublo, entre Artenara y Tejeda. Recorrí esa zona hace seis años, en compañía del poeta grancanario Miguel Pérez Alvarado, y, si siempre es triste ver un paisaje calcinado, aún lo es más cuando lo conociste antes del fuego.

La casualidad ha hecho coincidir esos incendios con mi lectura de Que nada de esto es silencio, libro de otro poeta grancanario, José Miguel Perera (Arucas, 1978), cuya obra gira, precisamente en torno a la naturaleza insular y su influencia en el lenguaje. El libro que acaba de publicar la editorial Mercurio, como indica su subtítulo «(1998-1999)» recoge los poemas iniciales de Perera, que él había descartado por el distinto rumbo que tomó su primer libro publicado, Trenístenla es venida (2003), netamente vanguardista. En su «Justificación» preliminar, Perera afirma que «hay algo de iluminador en acercar textos a deshora» y, si en esos poemas puede verse el inicio de un arco que va a dar a su último poemario, La boca de las alucinaciones (2018), por otra parte el mensaje que transmite no tiene caducidad.

El paisaje canario, tan distinto al peninsular, parece como lugar predestinado para una poética de la desnudez, lo inaugural y el deslumbramiento. Bajo el «sofoco solar», el poeta busca reflejar cómo «el cuerpo se abraza, la voz natural / impactante atraviesa lo diáfano». No es difícil sentirse, en la isla «Bajo el corazón eterno» de un mundo que late en las mareas y se expresa en «los cálidos efectos de la luz». La actitud contemplativa, por enfrentarse a lo elemental (mar, tierra, luz, aire) personaliza con mayor facilidad estos elementos y así, «los vientos pensantes» dejan vacío «el paisaje de la conciencia», aunque como saben los conocedores de ciertas filosofías orientales, ese deshacerse de todo lo superfluo, ese «Desposeimiento», como se titula un importante poema, es necesario para acoger en nosotros la revelación de otras relaciones ocultas.

La atención, «distendida la escucha» se da cuenta de, se trate del «aleteo blanco helado / de la libélula» o de los espejismos de la noche, «nada de esto es silencio», como concluye un poema nuclear del libro, verso que recuerda al Esto no es el silencio (2008) de Ada Salas: si bien se trata de una coincidencia casual (el verso de Perera es una década anterior al libro de la extremeña), en ambos aparece una poética de la receptividad, muy influida por José Ángel Valente en Salas, más independiente y libérrima en Perera, que en «Irreal silencio» describe cómo «esperan los ojos / a que la desproporción llegue». Y es esa actitud, siempre con un requiebro o dislocación inesperada, la que hace posible que lo más próximo se convierta en lo más ajeno, que en «Se apodera la lluvia», el mar bajo una inesperada tormenta «ha escapado / hacia el suspiro central del continente» y a la vez, al alejarse, invada el «íntimo islote ajeno» donde se fermentan las imágenes del verso. Se trataría de eso: de encontrar una lengua límpida para evocar el «cielo laxo y deshilado» del verano, o «beber / el espíritu de las mareas / el temblor de las especies». Una lengua que, como toda gran poesía, nos haga extrañar lo cotidiano, «dar a desconocer / lo conocido», con la misma contundencia con la que «la hoz moldea la faz del terreno», buscar para escribir una «tinta de hoz» que pudiera segar y sesgar las impresiones.

En el silencio, todo habla, y en una playa vacía, la «letanía de las mareas» nos dice quizá más que la cháchara de una playa llena. Al final, la lectura de Perera, con su «mar por dentro» nos aporta un «sentido de ausencia y lejanía» que nos lleva a la nostalgia de esas islas hoy no tan afortunadas.

*Escritor.