Escritor

Me insultan desde la televisión local de los Acedo en Mérida. Creo que no dejan ningún resto de mi estirpe, ni de mi ADN sin tocar. Los insultos se producen por repetir yo una entrevista habida en esa misma televisión sin insultar a nadie. Por regla general, el insulto es la reacción testicular, animalizada, del carente de humor pero sobre todo de inteligencia. Los efectos suelen ser nefastos para el insultador, pues en mi caso, me entero de estos insultos por el disgusto que tenía una familia que no me conoce de nada, que llamaron a Badajoz para comentárselo a otra que me conoce de oídas. Es decir, que fueron insultos de fascista criado a los pechos del odio. Creo que el insulto es aquí una forma de asesinato, y que por el hecho de decirlos, debiera un fiscal pedir la cinta de inmediato. Estos insultos tienen varias consecuencias. Despiertan la bondad de la gente. Sólo el que oiga estos insultos en su casa con una botella de anís Machaquito, se despiertan en él pasiones cainitas. En mi caso, despierta sentimientos de solidaridad con el insultado, con lo que esa televisión le está, en el fondo, haciendo un favor al bien común. Las connotaciones negativas son muy individualizadas. Denotan profunda ignorancia, y sobre todo demuestran que en el ser humano hay un resto de animal que no tiene nada que ver con los animales irracionales. El que así reacciona es racional, como lo han sido todos los que un día se deshicieron de sus semejantes por motivos racionales. Es decir, la irracionalidad no es lo peor, lo peor del humano es su racionalidad. La racionalidad lo que le pasa es que se desdobla. El ser irracional no sabe hacer esto. No sabe llevar al paredón. El racional, sí. Llamó a la Guardia Civil en la guerra del 36 el encargado del cementerio de Badajoz:

--Que hay uno que está vivo.

--¿Y para qué te hemos dejado la pistola ahí?

Pura racionalidad.