España, país capaz de lo mejor y de lo peor y, sobre todo, terreno fértil para dicotomías extremosas y paradojas sorprendentes, tendrá que decidir pronto si prefiere la comodidad de la precariedad o el riesgo de transformar realmente la sociedad. Digo que tendrá que decidir y digo mal, porque en realidad se elige todos los días y, de momento, se está decidiendo a diario la comodidad de la precariedad.

Durante estas últimas semanas, en que se han multiplicado las conversaciones, negociaciones y pactos entre partidos políticos de todo signo para dirigir los ayuntamientos de España, se han visto cosas tan abracadabrantes como sindicalistas haciendo de políticos poniendo toda la carne en el asador para firmar acuerdos con Ciudadanos. Si los fundadores del sindicalismo, como movimiento social paradigmático, vieran semejante perversión de su legado, no comprenderían qué ha pasado durante un siglo para que los supuestos defensores de los derechos de los trabajadores se rindan ante los ángeles del IBEX35.

Si el sindicalismo clásico ha caído en absoluto desprestigio —lo reconocía en reciente entrevista a El Mundo (11/06/19) el Secretario General de UGT, Pepe Álvarez, aunque sin aportar soluciones solventes— es porque hace mucho tiempo que forman parte del bloque institucional de la política, y no del bloque insurreccional. Y es en esta dicotomía donde la izquierda en general, y los movimientos sociales en particular, se perdieron hace tiempo.

Siempre se dice que la ciudadanía de derechas tolera más los errores y la corrupción ética de sus políticos que la ciudadanía de izquierdas con los suyos. En mi opinión, está bastante claro que esto tiene que ver con la opuesta naturaleza ideológica de ambas tendencias: la derecha existe para conservar su poder político y económico, mientras que la izquierda existe para arrebatárselo y repartirlo.

Por eso a la derecha le basta con estar en las instituciones y a la izquierda no. La izquierda necesita las instituciones para transformar, pero estar en ellas no es suficiente para transformar. Y en esta aparente paradoja creo que reside gran parte del fracaso de la izquierda clásica desde el siglo XX y su absoluto desnorte contemporáneo, muy especialmente tras el estallido de la crisis económica de 2008.

Uno de los grandes errores del PSOE en sus años dorados desde 1982 fue fagocitar casi todos los movimientos sociales antifranquistas y atraerlos al partido para institucionalizarlos. Según afirma el profesor Juan Andrade en su extraordinario libro El PCE y el PSOE en (la) Transición no fue «un error» sino una decisión deliberada del equipo de Felipe González para «domar» la disidencia y adaptarla al cambio ideológico del partido.

Exactamente el mismo «error» cometió la IU de Anguita con todos los movimientos sociales que habían quedado o resurgían a la izquierda del PSOE. Mucho más reciente es el flagrante «error» del equipo de Pablo Iglesias, subsumiendo en Podemos la mayor energía política creada en España desde la Transición durante el 15-M. Desactivada esa energía, convertida en partido político institucionalizado y disminuida la fuerza de ese partido por el desgaste de su institucionalización, ¿qué queda de la insurrección transformadora?

La izquierda insurreccional necesita a la izquierda institucional y la izquierda institucional necesita a la izquierda insurreccional. Mientras la ambición de poder ciegue las mentes de quienes dirigen los destinos de las organizaciones, la izquierda seguirá siendo poco más que un concepto semántico difuso con el que la derecha jugará a su antojo para mantener las cosas como están.

Nadie honesto y en su sano juicio puede pensar que los movimientos sociales subvencionados por las instituciones —y a día de hoy la gran mayoría lo son— pueden ejercer un poder transformador. Ningún poder conocido subvenciona a nadie para subvertir su mismo poder. Afirmar lo contrario es ingenuidad o cinismo. Lo decía hace pocos días —eldiario.es, 14/06/19— el científico social David Harvey: «(...) las bases institucionales de las políticas de izquierdas no han sobrevivido demasiado bien (...) La izquierda tiene que buscar una nueva voz (...) basada en cómo entender las políticas anticapitalistas en la actual conjunción».