Escritor

Hace unos días, invitado por una docena de personas octogenarias a un café tertulia, surgió el tema sustancioso del atardecer de su vida, tan fructífero en muchos de ellos, frente a una sensación actual de invierno o letargo de pensadores, capaces de sentar juicio en un mundo dislocado, como en su tiempo lo fueron Ortega, Ferlosio, Aranguren o Unamuno, por poner un ejemplo. Sus opiniones constituían un punto de referencia a considerar. Eran, y aún hoy son, como la voz viva. La sombra que te hace pensar. Coincidía, con mis admirados amigos, que hoy no tenemos ese tipo de intelectuales. Aunque la nómina de titulados universitarios ha crecido, el cultivo de pensador libre y sereno, es otra cosa. No es lo mismo una persona culta que una persona cultivada. El culto es sólo capaz de digerir conocimientos, mientras que la cultivada aporta además conciencia crítica. A lo mejor no necesitamos tantos especialistas, ni expertos. Francis Bacon, nos dio la clave, para llegar a ser esa persona cultivada: la historia ilustra al hombre, la poesía le agudiza el ingenio, la matemática le da sutileza, la filosofía lo hace profundo, la ética lo vuelve serio, y la lógica y la retórica, apto para la eficaz y aleccionadora conversación.

Las gentes de pensamiento han de estar por encima de cualquier aspiración de poder. A mi juicio, existen demasiados voceros que se mueven a golpe de nómina, como auténticos funcionarios, y más que intelectuales que aportan cultura, o lo que es lo mismo, cultivo para que la vida humana sea cada vez más humana, son la voz de su amo . Y así surgen circuitos pesebristas o administraciones editoras, ventanillas nominadas como de cultura, bajo la dirección de gente más mediocre que cultivada. Los sótanos de algunas de esas administraciones son auténticos desguaces de letra impresa. ¿Por qué se han editado? Ese dinero podría haber sido empleado en un desarrollo cultural extensivo. Se han de promover valores que beneficien a toda la sociedad. Y para ello hay que desactivar el miedo a decir la verdad.

Los intelectuales no pueden permanecer callados frente a tantos abusos y fraudes, generados por un desarrollo sólo económico, que ni nos libera ni nos hace más felices. No es justo que permanezcan mudos ante los graves problemas contemporáneos, tales como la dignidad de la vida humana, la promoción de la justicia para todos, la calidad de vida personal y familiar, la protección de la naturaleza, la búsqueda de la paz y de la estabilidad política, una distribución más equitativa de los recursos del mundo y un nuevo ordenamiento económico y político que sirva mejor a la comunidad humana a nivel nacional e internacional.

Si como decía anteriormente, los centros autoproclamados culturales no están al servicio de la persona, fomentando un verdadero humanismo, tampoco los centros universitarios, la universalidad de la universidad, dan la sensación de faltarles valor y valentía para hacer valer su libertad de cátedra. Ya se sabe, las verdades suelen ser incómodas, no halagadas, ni entendidas por la opinión pública en ocasiones, cegados por el consumismo más mortal. Pero todos estos centros que aglutinan a pensadores están obligados, a mi juicio, a salvaguardar el bien auténtico de la sociedad. No la mentira. Por su misma naturaleza, estos lugares de cultura han de promover mejores formas de vida para todos. Una universidad que no es capaz de transmitir efectos contrarios para atajar las movidas de sus jóvenes, los fines de semana, con esos festines de alcohol y drogas, entiendo que tiene que replantearse sus planes de estudio, poniendo los valores humanos y de la vida en el centro de las preocupaciones educativas y científicas.

En cualquier caso, siempre será saludable el ejercicio de una inteligencia crítica y creativa en todos los ámbitos del saber, conjugando el patrimonio cultural del pasado con las exigencias de la modernidad, a fin de contribuir al auténtico progreso humano, con vistas a una civilización más humana. Siguiendo este contexto, me viene a la memoria la indicación de san Buenaventura, gran maestro del pensamiento y de la espiritualidad, el cual al introducir al lector en su Itinerarium mentis in Deum lo invitaba a darse cuenta de que "no es suficiente la lectura sin el arrepentimiento, el conocimiento sin la devoción, la búsqueda sin el impulso de la sorpresa, la prudencia sin la capacidad de abandonarse a la alegría, la actividad disociada de la religiosidad, el saber separado de la caridad, la inteligencia sin la humildad, el estudio no sostenido por la divina gracia, la reflexión sin la sabiduría inspirada por Dios". Quizás, entonces, no habría tantos adictos al vicio y la falsedad. Se necesitan, pues, pensadores que limpien la mediocridad, para divisar un horizonte más optimista para el ser humano; un espacio sapiencial en el cual los logros científicos y tecnológicos estén acompañados por los valores filosóficos y éticos.