Los intelectuales han renunciado deliberadamente a la autoridad de su magisterio, para refugiarse en el pensamiento mágico de una realidad ajena al compromiso. Han perdido su influencia en favor de una pléyade de figurantes, de artistas y de comunicadores. Cualquier declaración del más insignificante de éstos, tiene mayor repercusión social que el silencio soterrado de todos los intelectuales juntos.

En otro tiempo, los intelectuales crearon opinión y conciencia cívica, formaron parte de esa voz imprescindible, alternativa y crítica, encargada de velar por la integridad y la preservación de la coherencia, de abanderar ese otro rompiente de modernidad y de compromiso social; investidos de esa magnanimidad y de esa rebeldía tan necesaria en las sociedades abiertas. Algo a lo que últimamente han renunciado, al envolver sus existencias en un mutismo interesado y acomodaticio que los retrata conformistas e intranscendentes.

Hablan con el sigilo de quien teme ser descubierto y etiquetado ideológica o políticamente. Navegan entre las aguas de una ambigüedad calculada y bajo una bandera de conveniencia. Cuando se expresan lo hacen en una jerga ininteligible, con el lenguaje críptico de quien se sabe en posesión de esa superioridad que proporciona el estar en el secreto último de las cosas. Se mantienen aferrados a ese vehículo de comunicación que son las publicaciones científicas, algo de un alcance limitado, relativo y minoritario, que no transciende más allá de los ámbitos puramente corporativos.

Se han acomodado a un saber antiguo, teórico y retrospectivo; sin interés alguno por adaptarse a las exigencias de los nuevos tiempos, lo que les ha hecho perder peso y relevancia, asumiendo cada vez un papel más secundario y prescindible, lo que les ha convertido en perfectos artilugios ornamentales de escasa utilidad práctica.

En un último intento por acabar con este hermetismo, los más atrevidos se asoman ahora a la ventana de los debates televisivos, donde se enzarzan en unas trifulcas incendiarias con ávidos tertulianos de oficio. Pero en esta guerra desigual de vocerío y pragmatismo, toda la magia, la ironía y la grandilocuencia de sus razonamientos, se desvanece. Simplemente porque éste no es el escenario más adecuado para que estas especies protegidas desplieguen la elegancia y la altivez de su plumaje.

En una sociedad donde ha naufragado la utopía, apenas queda ya lugar para la metafísica de lo intangible. De ahí que el glamour, el halo de refinamiento y de discreta elegancia, haya pasado de los intelectuales a los artistas. Estableciéndose una distancia inmensa entre una sociedad que se resiste a escuchar y unos intelectuales encerrados en la torre de marfil de sus pensamientos. Por eso hoy son otros los encargados de mantener encendido el fuego sagrado, de llenar ese vacío que, a su pesar, la intelectualidad ha contribuido a crear.