En su relato Gloria y ruina de los interinos, recogido en su libro Nuestro pequeño mundo (Editora Regional, 2001), César Martín Ortiz (Salamanca, 1958 - Jaraíz de la Vera, 2010) notable escritor tempranamente fallecido, describe con ironía y cariño las tribulaciones de los profesores de secundaria que llegan cada septiembre, como aves migratorias, a sus pueblos de destino.

Cada mañana, cientos de profesores y maestros cogen el coche desde las ciudades donde hacen su vida, para dirigirse a los pueblos donde se la ganan.

El otro día un estudiante, Bernardo, suscitó un interesante debate en clase al criticar que la gran mayoría de los profesores destinados a pueblos pequeños no se quede a vivir en ellos. «Es muy fácil pedir interés por la cultura y apertura de horizontes, pero ¡vete tú a vivir a un pueblo de las Hurdes como esos chavales que no han visto otra cosa!»

La clase se dividió entre quienes creían, como Bernardo, que lo ideal sería eso, integrarse en los pueblos de destino para conocer la realidad de los estudiantes, y quienes lo veían como una exigencia desmedida.

Cierto que la tendencia mundial es hacia el crecimiento de las ciudades y la decadencia de los pueblos, aunque la historia es un péndulo, y tras el Imperio romano, eminentemente urbano, vino la Edad Media y la vuelta al agro.

Quizás un día las gentes retornen al campo, si es que aún queda campo y no vivimos en un escenario como el de Blade Runner.

Ante el grave problema de despoblamiento rural que padecemos, una iniciativa así sería beneficiosa, tanta para los pueblos en general, como para los alumnos.

Está claro que la implicación no es la misma cuando se imparte clase en el pueblo natal y cuando se llega a un entorno extraño.

En mi caso, la mejor profesora de lengua y literatura que tuve no era extremeña, sino de Zaragoza. Al contrario que si fuera de Mérida o Cáceres, no le quedó otro remedio que residir en el pueblo, que le acabó encantando.

Era fácil encontrarla en la biblioteca municipal, donde aconsejaba a los estudiantes por uno u otro libro. Seguramente sea difícil convencer a un profesor de Cáceres de que se vaya a vivir a Ceclavín o La Roca de la Sierra, o a uno de Badajoz que resida en Alconchel o en Hornachos.

Normalmente prefieren hacer el gasto en Repsol que en las tiendas del pueblo, y volver cuanto antes a la urbe. Quizás habría que incentivar lo contrario, aunque fuera poniendo viviendas gratuitas a disposición de los profesores, como tuve yo cuando fui profesor de lengua española en Saint-Avold, departamento del Mosela, en la Francia más desfavorecida desde la desindustrialización y el cierre de las minas.

Al final, quienes huyen de los pueblos y no recuerdan ni los nombres de sus alumnos, acabarían comprendiendo sus intereses, y ellos viendo al profesor como uno de los suyos, no como un forastero obligado a visitarlos.