La implantación de internet en España ha experimentado un súbito frenazo y se ha estancado, además, en un nivel preocupantemente bajo: el porcentaje de hogares conectados en el conjunto de la UE dobla el escasísimo 17% español. Las deficiencias estructurales del mercado de las telecomunicaciones pasan factura: las políticas de fomento de la tarifa plana no han avanzado, los proyectos de acceso rápido por ADSL no han permitido ganar nuevos usuarios y la falta de una oferta interesante, así como el temor sobre la seguridad de los medios de pago, han hecho que el comercio electrónico no haya salido aún de la marginalidad.

Pero al margen de los deficientes planteamientos, algo más falla en la cultura tecnológica de los españoles cuando el 58% de hogares disponen de teléfono móvil y sólo el 36%, de ordenador. No se trata únicamente de la escasez de puntos de acceso público de la red (en bibliotecas o terminales a pie de calle) o la insuficiencia del equipamiento informático de las escuelas. Cuando las familias consideran que internet no es una inversión, sino un gasto superfluo o incluso una misteriosa amenaza, nos encontramos ante una sociedad mal preparada para un futuro inminente.