Abogada

Lejos queda ya aquella mítica película de 1916 de David W. Griffith, Intolerancia , que narraba cómo a través de los tiempos el odio y la intolerancia han batallado contra el amor y la caridad, en una sucesión de historias entrelazadas. De aquel filme han pasado ya --incluso-- siglos, y esta sociedad, que de nada aprende y todo lo repite, se parece cada vez más a una especie de contienda continua. Batallamos por una bandera, por encima de pueblos y sociedades; batallamos por territorios mientras mueren sus gentes; batallamos por una identidad, mientras anulamos otras; batallamos por la libertad de unos frente a la libertad de todos; batallamos por un color y discriminamos otros. Y así nos vamos convirtiendo en una especie de sociedad de lo imperfecto, asustadiza frente a la pluralidad de ideas, religiones, etnias y países. Sacudimos los cimientos del ser humano, en nombre de la dignidad de la persona. Somos tan intolerantes que nos mostramos incapaces de mezclarnos los unos con los otros. Nos asusta el inmigrante porque viene de fuera, nos asusta el hombre de la otra etnia porque es de otro color y, lo que es peor, en nombre de la humanidad aceptamos guerras convencionales, terrorismos ideológicos y nos creemos civilizados. Nuestra tolerancia ha llegado a tal extremo que la diversidad individual hoy es la mejor excusa para ser intolerante. Somos tan permisivos que nos asusta la diferencia en una realidad que sólo aspira a la igualdad, como mejor fórmula para cimentar una sociedad que es tan advenediza que teme a aquel hombre o mujer que se atreve a venir de otras tierras porque sencillamente busca mejor acomodo, al objeto de sobrevivir en un mundo cada vez más globalizado en la intolerancia.