A la clase política catalana le ha sobrevenido una prisa incandescente que a menudo le quema entre las manos. Ya no basta con conseguir los objetivos en materia de financiación autonómica; de lo que ahora se trata es de lograrlos de manera perentoria, intentando batir el récord de la intransigencia, actuando como una apisonadora que pretendiera imponer su propia macha, sus pautas y sus tiempos, sometiendo al resto de las comunidades al papel de comparsas que han de girar respecto a un eje imaginario que han construido en torno a sí mismos.

Acuciados por la casuística de unos plazos, y por la preservación de un estatus diferencial que les sitúa por encima de cualquier regla de juego, pretenden conformar un firmamento a la medida de sus deseos, estableciendo unos modos de relación preferentes, blindados y exclusivos, basados en la defensa de sus intereses particulares.

Poco importa el cambio de dirección que ha experimentado la economía, ni las indeseadas consecuencias que sus excesos maximalistas pudieran suponer para el desarrollo de otras comunidades, ni el anteponer los privilegios de un nacionalismo exclusivista sobre el principio de redistribución en el que se asienta la ideología de esa izquierda a la que dicen pertenecer, ni el aliarse con unos extraños compañeros de viaje con posiciones cercanas a la radicalidad, ni el amparar sus demandas bajo el paraguas protector de un Estatuto que todavía no ha pasado la prueba del algodón del Tribunal Constitucional.

Víctimas de sus propias egolatrías, no han dejado de golpear ante cualquier puerta que se les pusiera por delante, unas veces amenazando con boicotear los Presupuestos Generales del Estado, a sabiendas de que de su aprobación dependen los recursos adicionales que recibirá Cataluña, otras intentando poner contra las cuerdas al presidente del Gobierno, obligándole a dar explicaciones sobre un proceso negociador que está en trámites, o amagando con hacer lo imposible por anticipar las elecciones en caso de que no se desbloqueen las negociaciones o que éstas no les sean favorables, amagando con reeditar antiguos pactos que trazaban un cordón de descarado aislamiento sanitario en torno a quines se oponen a sus designios.

El actual modelo constitucional no concede relación de bilateralidad a ninguna de las comunidades, y no se entiende este empeño de ser exclusivos, de ir un paso por delante, de practicar un separatismo económico y disgregador. El apoyo institucional que algunas minorías catalanistas prestaron a la gobernabilidad de España, generó unas contraprestaciones que contribuyeron a consolidar un marco diferencial, y el afianzamiento del proceso identitario catalán, algo que parecía haber tocado techo con la aprobación del Estatuto, pero que al parecer, se trataba sólo de un señuelo, de un peldaño más de este iluminado proceso en el que hace ya tiempo se hallan embarcados.

Porque una vez despojados de abalorios y caretas, aparece la verdad desnuda con todo su esplendor y contundencia, el deseo incontenible de aprovechar el mínimo resquicio para fortalecer sus posiciones economicistas, a cambio de travestir la causa común, poniendo límites a la solidaridad constitucional, reduciéndola a un papel simbólico nominalista y asistencial.

No han dudado en arremeter contra los molinos de viento que su imaginación ha ido construyendo, emprendido una guerra solapada contra quienes consideran beneficiarios de sus aportaciones, como si estos debieran estar sumidos en una actitud de genuflexo acatamiento hacia el apadrinamiento que ellos dicen representar. Pero no hay nerviosismo, ni impaciencia, ni soflama, ni derechos históricos capaces de justificar la sinrazón y el insulto, algo que tiene un escaso recorrido, y que despierta un rechazo y una antipatía de la que les costará desprenderse, porque existen unas líneas rojas que no conviene traspasar, ya que la intolerancia, la radicalización y la desmesura no son argumentos que deban utilizarse en la brega política y menos aplicada hacia los ciudadanos.

Y si el vicepresidente Pedro Solbes, pretende ahora poner un punto de cordura ante este desbarajuste reivindicativo, justo es que la oposición deba estar a su lado, renunciando a la rentabilidad política que pudiera generar esta deriva catalanista, y conjuntamente con el Gobierno y las comunidades, establecer unos criterios básicos respecto al nuevo modelo de financiación, basados en la coherencia, en la equidad y en el interés general, descartando cualquier atisbo de mercadeo oportunista.

Cataluña representó y sigue representando una sociedad vanguardista, culta, cosmopolita, plural, moderna, abierta y europeísta, una comunidad que ama el progreso y la estabilidad, que prefiere mirarse en los espejos del futuro más que en las entelequias del pasado, y que empieza a sentir cierto hartazgo del manejo que practican algunos de sus políticos, a estar cansados de tanta cizaña disgregadora que van sembrando desde unos discursos anacrónicos y exclusivistas que se dan de bruces contra los nuevos horizontes de universalidad que la humanidad indefectiblemente ha elegido como pilares básicos de futuro.

*Profesor