Me pregunto hasta qué punto las personas somos animales de costumbres. Cuando salgo temprano de viaje, veo a gente paseando al perro, otras veces a camareros montando la terraza y, algunas, a barrenderos mayores que quién sabe cuánto tiempo llevarán limpiando calles. Y mañana, de nuevo la misma historia. El día de la marmota. Y así, tantas y tantas escenas cotidianas que se repiten en la vida de las personas como usted y como yo. A ver quién se atreve a negar ahora que no enciende el móvil cuando se levanta o que no pone la radio en el baño, como si todo esto fuera un ritual que nos permite activar nuestra mente ante el día que espera.

Pero en medio de este supuesto orden diario también asistimos al escenario de las excepciones que configuran las otras vidas. Hay un tipo en mi barrio que todos los días grita nombres de personas que no conozco. Duerme en la calle y se ha hecho fuerte en el parque. Tanto, que parece invisible a los ojos de los demás.

Del mismo modo, hay un chino que vende cientos de objetos en su tienda que, digo yo, habrán llegado en un barco gigante por la gran cantidad que acumula. Lo más impresionante es que este señor parece una estatua de hielo. Siempre le veo allí cuando paso por su puerta.

A veces pasea por mi calle una chica con la mirada perdida pensando en algo que le perturba o un concejal despistado que no conoce ni su ciudad aunque trabaje por ella. Los hay que hasta saben dónde está la camarera más simpática que siempre pone buena cara, a pesar de que esté currando un festivo.

También pienso en que sería un gran negocio abrir tiendas para escuchar a la gente. Y, entre tantos rostros y vidas, aparecemos usted y yo para intentar reconocernos en esa multitud. Lo realmente importante, me pregunto tantas veces, es a qué bando pertenezco yo aunque sea un tipo de lo más normal. O no.