Nada hay más fácil que acusar al enemigo exterior para encubrir las deficiencias interiores. Es lo que hizo el líder supremo de Irán, Ali Jamenei, al buscar culpables de las manifestaciones que se han reproducido por todo el país con el trágico balance de al menos 20 muertos. Lo cierto es que no hacía falta ningún enemigo allende las fronteras (por mucho que el presidente Trump diera su respaldo a los manifestantes) para entender el desánimo de una población, mayoritariamente joven, que no ha visto ninguno de los beneficios prometidos tras la firma del acuerdo nuclear, en enero del 2016, y el levantamiento de las sanciones económicas que pesaban sobre el país. Aquel castigo y las catastróficas políticas del anterior presidente, Mahmud Ahmadineyad, empobrecieron a un Irán enormemente rico en hidrocarburos. La apertura que supuso el fin de las sanciones ha tenido efectos positivos como demuestran las cifras macroeconómicas, pero estos beneficios no han llegado a la sociedad, en particular, a las capas más empobrecidas de donde han salido las protestas. Las rigideces del sistema económico iraní, que concede grandes privilegios a organizaciones próximas al líder supremo y permite la existencia de numerosos chiringuitos financieros, han sido el tapón que ha impedido el reparto de la riqueza. Y luego está el enorme gasto en la contienda con Arabia Saudí para erigirse en la potencia regional, una guerra que se dirime en Yemen, Líbano y, sobre todo, en Siria.