Hace unos días murió Irena Sendler a los 98 años. Su vida será llevada al cine porque es de película . Quizá este nombre no le suene a mucha gente, pero esta enfermera polaca realizó una gran proeza: salvó de la muerte a 2.500 niños judíos durante la II Guerra Mundial. En 1939 tuvo el valor de sacarlos del Gheto y librarlos de una muerte segura en campos de concentración o cámaras de gas. Arriesgando su vida, los sacaba en ambulancias como enfermos de tifus, en cestos de basura, sacos y hasta en ataúdes. Les proporcionaba documentación falsa y consiguió que los adoptaran familias católicas. Confeccionó archivos con los nombres de los niños, su nueva identidad y las señas de las familias de adopción. Los metió en tarros de cristal y los enterró bajo dos árboles en el jardín de una vecina, así sabrían su identidad cuando acabara la guerra.

Descubierta por los nazis en 1943, fue encarcelada, torturada y condenada a muerte. Un soldado que la custodiaba hasta el patíbulo la dejó escapar. Estaba muerta oficialmente pero, en vez de desaparecer por miedo, continuó trabajando en la clandestinidad, ayudando a huérfanos y ancianos.

Al acabar la guerra, como muchos familiares de los niños judíos habían muerto, los enviaron a orfanatos y luego a Palestina. La Madre del Holocausto, como se la conoce, fue propuesta para el premio Nobel de la Paz el pasado año pero al final lo recibió Gore . No creo que tuviera más méritos que ella.

Se dice que la cara es el espejo del alma porque el irascible, el lascivo, el violento, realiza gestos que se convierten en habituales y dejan marcas en el rostro que los delata. La cara de Irena irradiaba bondad y dulzura.

Ha muerto como vivió, sin alharacas, de forma callada, dejándonos su recuerdo y la fructificación de la semilla que sembró. Su mensaje: Ayudar al que lo necesite, sea católico o judío.

¡Ojalá hubiera muchas Irenas! Nuestra sociedad sería infinitamente mejor. Esos ejemplos son los que deben cundir en un mundo tan desnaturalizado como el nuestro.