Israel conmemora el 60º aniversario de su creación entre sentimientos encontrados en la opinión pública internacional y un nacionalismo armado galopante de puertas para adentro. Así, mientras el rigor histórico impide separar el nacimiento de Israel de la naqba (desastre) del pueblo palestino, que en 1948 fue la víctima propiciatoria de la torpeza árabe y la mala conciencia occidental, conmovida con la tragedia del Holocausto judío, en el establishment israelí domina la idea de David ben Gurión, padre de la patria, de que los límites del Estado solo deben depender de la fuerza de sus ejércitos. Esto es: frente a voces como la de Amos Oz, que sostienen que no es posible elegir entre "lo justo y lo justo" --el derecho a existir de Israel y del Estado palestino-- y, por lo tanto, solo cabe el divorcio amistoso, prevalece el pensamiento dominante de que solo una paz armada hasta los dientes garantiza el futuro de Israel.

La suerte corrida por el proceso de paz se atiene en gran medida a este guión, y la disolución de este en la tozudez de la realidad ha desbaratado los cálculos menos fantasiosos. La militarización de la política israelí garantiza relaciones bastante seguras con el entorno, pase lo que pase en los territorios ocupados. La delimitación de los riesgos se completa con la alianza que EEUU mantiene con Israel, que permite convertir a Gaza en un bantustán inhabitable, rendido a la lógica islamista de Hamás, y a Cisjordania, en un territorio palestino tan lleno de asentamientos israelís que cualquier posibilidad de ser algún día parte de un Estado independiente parece una quimera.