Algo tan corriente como que en una terraza de un restaurante romano te traigan la cuenta en un papel escrito a mano, es un modo que tiene la camorra de asegurarse su pizzo, su porción del gran tiramisú en que se ha convertido Italia. Ellos nos sacan ventaja en casi todo, pues sea lo que sea, llevan haciéndolo desde hace mucho más tiempo que nosotros. Desde la fundación de Roma los votos se compran, y usos y maneras estaban teñidos del mismo color que hoy en día, el color del sonrojo y la vergüenza. La prensa regional nos ofrece sólo pequeñas muestras, pellizcos que la Justicia da en el trasero de quienes, dentro y fuera de la ley, hacen y deshacen con el dinero de los contribuyentes. Ya no quedan brazos incorruptos. A las empresas privadas se les supone la tendencia, un empresario sólo busca el beneficio propio, no generar empleo. Hará todo lo posible por enriquecerse. Pero, ¿por qué sucede lo mismo en el ámbito de la res pública? En nuestro pequeño país tampoco hay límites entre las dos esferas. Buscamos en los cargos, --todos aquí tenemos o aspiramos a uno--,a quienes ser designados no les supone ninguna carga, sino una obligación de mantenerse en él a toda costa y favorecer a íntimos, familiares y amigos de sus amigos, una culpabilidad manifiesta, pero la red se ha extendido ya tanto que nos afecta a todos, sin excepción. Tanto aceptar que el fontanero no te haga factura como pagar las visitas a un centro de relax de la Castellana con cargo al ayuntamiento. Y lo más triste de estos comportamientos no es su reiteración, impunidad o cuantía. Lo peor es que han dejado de sorprendernos, que los hemos asimilado. Lo grave es que hemos aceptado que ese es el precio que hemos de pagar por vivir democráticamente, il pizzo. Y por mucho que creamos que alguien como Berlusconi jamás podría ganar unas elecciones en España o en Extremadura, si ya hemos asumido la corrupción en un gesto tan cotidiano como echar una instancia para una oposición o comprar un piso inflado de precio en un terreno destinado a fines sociales, es que todos somos igual de culpables. Nos hemos italianizado hasta la médula.