Profesor de Historia del Arte de la Uex

Cuando se llega a ese espacio de la existencia en la que ésta se remansa y, sin darnos cuenta, nos hayamos en el momento de evocar escenarios vitales, encontramos ese cúmulo de sensaciones que es nuestro pasado con ese sabor de difícil descripción gustativa que el tiempo le ha proporcionado. Amistades, satisfacciones, desencuentros y esfuerzos se agolpan, no siempre ordenadamente, para hacerse con un espacio en el presente de nuestra memoria. Cuando esto hacemos, no siempre somos conscientes del escenario que arroba nuestros recuerdos, del entorno vital, a veces real y otras veces inventado, del que los rodeamos. Esa recreación escénica viene determinada en gran medida por los vicios propios de nuestra dedicación. En mi caso, los recuerdos tienen formas propias del arte.

Pues bien, las luces y veladuras misteriosas de Jaime de Jaraíz se encuentran en buena parte de mis recuerdos vitales, entreverándose con los mismos. Cuando evoco acontecimientos pasados, ahí están también las figuras traslúcidas, casi incandescentes, tras los lienzos blancos de las obras de Jaraíz. Recuerdo cómo amistades del presente se fraguaban cuando, hace más de veinte años se inauguraba la sala de arte El Brocense con una exposición de su obra y que, algunos años después, en algún acto público celebrado en la Diputación Provincial de Cáceres, la Transfiguración se encontraba ante mí haciéndome un guiño cómplice. Al contemplar los bodegones y figuras de Jaraíz no puedo por menos que evocar aquellos instantes y momentos, pues forman parte de los mismos de forma indisoluble. Esta evocación de amistades en la obra de Jaraíz quizás tenga que ver de su personalidad amiga, sincera y leal. Amigo de sus temas, sincero con quien se asoma a su obra y leal con su pintura. Y estoy seguro de que no estoy sólo en esta apreciación ni en lo que me ocurre con la obra de Jaime de Jaraíz, pues ésta, como la personalidad que la inspira y concreta, puede gustar más o menos, puede ser más o menos aceptada, pero nadie podrá dudar que, de una manera u otra, ha formado parte de su imaginario vital en algún momento.

Hoy día, cuando la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes ha tenido a bien acojerme en su seno, no es la obra de Jaime de Jaraíz, sino el propio pintor quien nos acompaña en los afanes de esta institución y con esta presencia presente se avivan los recuerdos del pasado, manteniéndose viva la memoria de aquéllos. El sábado se entregó a la Real Academia y en la sede de ésta en Trujillo de un ejemplar de la obra magna que, sobre la vida y la obra de Jaime de Jaraíz, acaba de publicar la Fundación de Jaime de Jaraíz . Una edición singular ante la que nadie podía pasar impasiblemente. Nuevamente, el artista y su obra propiciaron que el pasado y el presente volvieran a encontrarse en mi memoria. El acontecimiento alimentó nuevas relaciones nemotécnicas en las que Trujillo, y lo que esta ciudad significa para quien estas líneas escribe, se asocie al artista para, de esta forma y en mi pensamiento, Jaime deje de ser de Jaraíz y, de vez en cuando, lo sea de Trujillo.