Después de semanas de silencio, el caso del espionaje entre cargos del PP en la Comunidad de Madrid ha reaparecido con estrépito. Un informe de la policía demuestra que, al menos durante siete días, tres exguardias civiles contratados por el consejero de Interior de Esperanza Aguirre, Francisco Granados, siguieron al exconsejero de Justicia del mismo Gobierno, Alfredo Prada, que no era un hombre de la presidenta regional, sino de Mariano Rajoy. La prueba la ha aportado la ubicación de los teléfonos móviles de los agentes, que coincide con los lugares donde se encontraban los presuntamente espiados.

Los acusados primero lo negaron todo. Ahora, ante las evidencias, declararon ayer ante la juez que ellos no espiaban, sino que hacían contravigilancias, una actividad para la que el Gobierno autonómico no tiene competencias. Además de los delitos que puedan haber cometido, el asunto esconde una lucha de facciones del PP: unos vigilaban a otros y los otros les echan la culpa a los unos. Otro de los presuntamente espiados, Manuel Cobo, número dos del alcalde Alberto Ruiz-Gallardón, emplazó anteayer a Granados a que confiese todo lo que sabe, mientras este último acusa en privado al vicepresidente regional Ignacio González, a su vez también espiado. Mientras este baile de espías llega al juzgado, Aguirre mira hacia otro lado.