La otra noche pasé un mal rato viendo el programa que Callejeros viajeros le dedica a Tokio, la ciudad más poblada del planeta. Sentí tal agobio al adentrarme en la jauría humana desde el cómodo sofá, que ni me atreví a imaginarme pateando sus calles atestadas, en las que siempre hay alguien que te pisa --literalmente-- los talones.

Dicen que los japoneses son todos iguales, y empiezo a creer que es cierto: todos tienen mucha prisa y muy poco espacio. Es en la intimidad, supongo, donde podrán desarrollar sus peculiaridades, pero "intimidad" es un neologismo por escribir cuando hablamos de un país tan masificado. Japón es capaz de inventar fruslerías como robots humanos, el karaoke o el harakiri, pero anda lejos de inventar algo sagrado para la armonía del hombre: unos metros de espacio libre.

Resultan tremendamente desoladores esos hoteles cápsula donde puedes pasar la noche en un cubículo empotrado en la pared que mide poco más de dos metros de largo por uno de ancho y uno de altura. Estas camas, haciendo de la necesidad una virtud, fueron inventadas para hombres de negocios que viven por y para el trabajo (es decir: casi todos) y necesitan descansar antes de asaltar de nuevo la gran ciudad. ¿Y quién querría dormir en camas que son como bobinas de hilo colocadas en el mostrador de una mercería? Lo diré: miles de nipones.

Intuyo que a los esforzados japoneses, adictos al trabajo, el turismo no les interesa en absoluto y que viajan masivamente a Europa no para extasiarse con la Torre Eiffel, el Museo del Prado o el Big Ben sino por el inédito placer de encontrar espacio para estirar los brazos.