TLtustros, decenios, siglos hacía que no visitábamos aquel paraje. Los paisajes de la adolescencia tienen plaza de honor en la personalísima geografía sentimental.

Donde antaño la Fresneda viajaba ya camino del cauce de su padre el Tajo, y antes de recibir las aguas correntías del arroyo de Valdealosa por su orilla izquierda, toda esa umbría que tiene enfrente pagos ceclavineros, al otro lado del gran piélago que formas las aguas del embalse, fue escenario de jornadas inolvidables de caza en mano, al salto, a la guerra galana, a la espera, al rececho, qué sabemos acá.

Desde las Peñas de Lope, en saliente, hasta la majestuosa Peña del Aguila, en poniente, se extiende una gran depresión de canchos y retamas, surcada por un arroyo que baja desde el Huerto de los Morales.

Como ahora la meseta de arriba rezuma por todos lados, el venero baja sonoro y pletórico. En dos declives rocosos el agua cae desde las alturas formando cascadas preciosas. Una, la mayor, es el Salto de las Potras. El son del agua estrellándose en la piedra dura es un verdadero deleite para los sentidos.

Nos tocó en suerte el penúltimo puesto de la armada, y allá bajamos Ari y un servidor dando tumbos por la pendiente hasta ubicarnos, medio camuflados, en el barzal de retamas. Un poco más abajo, Roberto , el postor, y luego la inmensidad del agua de lo que otrora fue Rivera de Fresneda y hoy es cola del gran embalse de Alcántara.

A nada que el aire nos refresque el pestorejo las esperanzas de que llegue la caza menguan sobremanera, pero en esos bajíos el viento es caprichoso y revoca, cambia, se aquieta, susurra y a veces desaparece.

Cuando llegaron los batidores, ruteadores en el argot local, y pasado el lance, emprendimos la subida hasta el otero en el que habíamos dejado el auto. ¡Cristo Jesús! Ya no estamos como antaño, que subíamos ese ribero de dos zancadas y no ahora, que no vemos nunca la hora de dar alcance a la cima de la empinada cuesta.

La mañana, nublada y fría, nos fue esmoreciendo a medida que avanzaba, hasta que recobramos fuerza, al amor de la lumbre, con el vinillo de la tierra y la deliciosa costilla asada, compartida con los paisanos de la Local de Cazadores.

Y ya, molesto, el interquidente lector se dispara: "¡Pero ¿llegó la zorra o no llegó?!".

"Sí señor, llegó. Y, hay que decirlo, murió".