Nieva en mayo, vuelve el frío y la primavera no acaba de decidirse a entrar en el jardín del gigante egoísta, donde siempre es invierno. Estallan las rosas y las alergias y la ciudad se llena de espinas y pañuelos, pero también de paraguas. Para colmo, los franceses, siempre tan optimistas, anuncian que este año no tendremos verano, o sí, pero descafeinado, un verano de crisis, de recortes, que quizá se convierta en noviembre antes de julio. Tiempos extraños, desde luego. Miramos al cielo, y en lugar de brisas primaverales nos caen encima expresidentes, de dos en dos, por si acaso.

No hay quien lo entienda. Uno visita a Rajoy , sin ser su amigo, y el otro, que sí lo era, camufla resentimientos bajo la sombra de un bigote inexistente. O a lo mejor sí existe, no sabemos, porque aquí nada es lo que parece. El primero no tiene nada que ver con lo que fue, si es que fue, qué complicado todo, y el segundo se ha labrado un porvenir fibroso de tableta de chocolate amargo, nervio fácil y verbo resentido. Aquí no se estila que cada uno valga más por sus silencios que por sus palabras.

Aquí nadie sabe estarse calladito, bajar los pies de la mesa, decir adiós a Bush , arroparse con la faldilla y dedicarse a lo suyo: dar conferencias, mirarse el ombligo, viajar al Caribe con o sin pareo... Pero no. Aquí todo se remueve. La mariscada cateta de Feval, Bárcenas y sus papeles, Urdangarín , Filesa, las memorias de Guerra , el juicio de Garzón , la boda de El Escorial... Y la primavera sin venir, y los expresidentes, sin irse. Y los niños sin jugar en el jardín del gigante egoísta. Qué ganas de que se acabe este largo, larguísimo invierno.