Hay motivos más que de sobra para estar intranquilos -e incluso alarmados- por cómo las autoridades están gestionando la vuelta a las aulas. Si la semana pasada escribía aquí a propósito de la desidia manifestada por los gobernantes en lo que se refiere a la organización del nuevo curso escolar, y del escándalo que supone que no hayan renunciado a sus vacaciones ni ante la situación de emergencia en que se encuentra nuestro país, esta semana tengo que volver a hacerlo tras escucharles anunciar medidas que no vienen a aliviar, en absoluto, la angustia de docentes y padres ante el incierto panorama al que tendrán que enfrentarse con el retorno de niños y jóvenes a colegios e institutos.

En primer lugar, huelga decir que una nación no puede tener 17 planes distintos para abordar un problema global. Y, por tanto, que el mínimo común denominador nacional apenas tendría que ser matizado por las comunidades autónomas, salvo para ajustarlo a particularidades de índole regional (claro que, para eso, ese común denominador debería ser el resultado de un programa trabajado, de manera exhaustiva y coordinada, a lo largo de meses por técnicos especializados, y este no es el caso). A partir de ahí, cabe reseñar que, de la reunión del jueves, no emanaron más que unos documentos rebosantes de obviedades ya conocidas y asumidas, y algunas otras medidas que difícilmente se implantarán o que lo harán de manera torpe y parcial. Y esto será así, principalmente, porque los gobernantes envían una patata caliente a docentes y equipos directivos sin haberles facilitado los medios para recogerla sin abrasarse.

O sea, que les encargan resolver situaciones imposibles para las que no les facilitan herramientas adecuadas. Y, además de esto, fían a la responsabilidad de los padres algunas obligaciones acerca de cuyo cumplimiento universal surgen, como poco, dudas. Porque los planes gubernamentales, sobre el papel y en abstracto, podrán defenderse. Pero a pie de aula, no. Fundamentalmente, porque pecan de poco realistas y neciamente optimistas en planos como el del manejo del distanciamiento social, el uso de las mascarillas en función de edades y situaciones, la disponibilidad espacial, la impenetrabilidad de los grupos de convivencia o la configuración de turnos, entre otros asuntos. O en otras palabras: porque nuestros dirigentes demuestran vivir absortos en la vacuidad de la nube, en ese mundo irreal y evanescente en que flotan los burócratas de despacho, moqueta y coche oficial. Y de ahí no hay quien los baje. H