Javier R. E., 7 años, fue el domingo, por primera vez, a pasar un fin de semana completo con sus abuelos. Cuando la abuela le abrió la puerta, Javi echó a correr al salón de la tele. Pero algo no funcionaba en aquel mando. "Aquí no tenemos más que los canales normales, no hay dibujos todo el día, como en la tele de pago", le aclaró la abuela. Javi quiso volver a su casa. En el suelo, pataleaba. Harto, el abuelo preguntó: "¿Qué hacen los dibujos que tanto te gustan?".

La pregunta le pareció genial. "Abuelo, coge mi pokémon, rápido". Una bola de cristal pisapapeles, con la catedral de Santiago dentro, voló con tal precisión que le sacudió al abuelo en la cabeza. El chichón se arregló con hielo, mientras la abuela se prestaba a jugar a Shin Chan. El nieto le enseñaba cómo abrir la puerta con el culo, mientras se sujetaba la trompita e intentaba mojarla con pipí "igual que Shin Chan...".

La abuela devolvió a la criatura el mismo sábado. "¿Cuántas horas ve la tele?", preguntó a su hijo. Mucho más de una hora al día, contra lo que recomiendan los pedagogos. La cuidadora necesita tenerle quieto. Además, viernes y sábado noche, Javier se queda con la hija de la portera. Los viernes, 360.000 menores ven la tele después de las 10, mientras el zapeo mezcla amputados en Irak o la película con la violación de una niña.

Javier vive en Argüelles, en Madrid, y va a un colegio privado. Su padre es un profesional liberal, que disculpa a los Ultras Sur; su mamá trabaja en diseño. El papá de Javi imparte doctrina esta semana en la subcomisión de estudio sobre la violencia en televisión y los niños.