Era hora de ir pisando la playa. Entre tormentas tropicales a veces se abren claros por los que se cuela un sol atosigante y resbaladizo debido a la humedad. Huele a mar y, por extraño que este aroma pueda parecerle a quien procede de una provincia del interior, respirarlo me hace bien precisamente por su novedad. En un rincón de Jersey Shore, la costa que se hizo famosa gracias al programa televisivo -después recreado a la española en Gandía Shore-, suelo pasar muchos fines de semana estivales alejada del bullicio y la contaminación de Philadelphia. La amplitud de unas dunas poco masificadas, las calles tranquilas por las que pedalean los primeros niños que van llegando ahora que los colegios cierran, la falta de grandes hoteles y discotecas hacen de este enclave un remanso de paz fácilmente disfrutable. En Long Beach Island -el nombre, poco original, de esta isla alargada- se da un turismo sobre todo familiar para el que es necesario tener casa en propiedad. Si tradicionalmente su población la constituía una clase media lo suficientemente desahogada como para comprarse una segunda vivienda, en la última década han subido tanto los precios que sólo unos pocos privilegiados pueden acceder a una arena tan preciada en su mayoría traída de otra parte. La demografía de la isla ha cambiado, y esta mudanza ha venido a alterar la placidez psicológica de muchos, o al menos la mía.

Salgo a dar un paseo por el arcén de una carretera no muy lejana a la orilla y noto que alguien me mira con ojos ligeramente inquisitivos: mi melena oscura contrasta con el rubio uniforme de los habitantes y, en general, ha querido el destino que mis rasgos faciales sean percibidos como exóticos en una zona del país para cuyo acceso se produce un escrutinio casi mayor que el de una aduana. Hace más de veinte años, cuando mis suegros -portugueses emigrados- se decidieron a comprar aquí una casa, ya había algo de eso: una tez demasiado morena les granjeó el rechazo de varias inmobiliarias antes de que pudieran, por fin, firmar la hipoteca. Nos escudriñan, pero sabiendo que el cuestionamiento es mutuo sigo el paso observando detalles y memorizando conversaciones ajenas. Las mansiones se levantan con un aire entre terrorífico y arrogante: recubiertas en plástico, su magnitud contrasta con la timidez de las pocas casas originales que quedan en pie, envueltas en madera roída por el salitre. Por las tres o cuatro plazas de garaje de las primeras, donde reposan coches de alta gama, hay jardines inmensos en las segundas respirando silvestres. Disimuladamente, vuelvo la cara a unos señores precedidos por su perro; creo haberlos visto por la mañana clavar una bandera de Estados Unidos al lado de la sombrilla. Conforme mi caminar se va acelerando, otra bandera salta a la vista: de un mástil paralelo a una fachada ondea el apellido Trump junto a la fecha de la reelección esperada por algunos: 2020. Me detengo a hacerle una foto, de lejos, intentando que no me vean desde dentro -pues no sé las consecuencias que traería este acto documental. Cuando por fin retorno a la morada de mis suegros he contabilizado tantas banderas iguales y coches con pegatinas que rezan MAGA -Make America Great Again- que el desasosiego que me ha causado la travesía alcanza su cénit: no te preocupes -me digo-, piensa que se trata del personaje de Rayuela. Antes de cenar, recuerdo a unos vecinos criticar a una pareja que ha adoptado a una niña dominicana: la han visto saltar, brincar, hacer el pino de manera habilidosa: «claro, es lo que hace la gente de esa raza».

El fin de semana que viene sé que mi familia política no estará y tendremos la casa libre para traer a amigos. Mi marido, quien tiene una capacidad innata para leer mi preocupación sin que medie palabra, me acerca una cerveza bien fría. ¿Cómo voy a hacerles pasar por esto? Y, si decido no invitarlos, ¿no estaré incurriendo yo en el mismo tipo de discriminación que los demás? Hasta los limitados clanes bronceados que frecuentan estos parajes -normalmente de procedencia mediterránea- suelen ver como inferiores a negros o latinos. Tal vez porque se encuentren en el límite del color permisible y los empuje un afán mayor por diferenciarse y legitimar su presencia en territorio de lujo, su racismo es exacerbado.

Quizá no venga yo tampoco. El sol, la brisa, las olas... han dejado de ser tan placenteros.