Si alguna conclusión podemos extraer, seguramente muchas más, de la actual crisis económica, social y cultural, es que los adultos, los denominados responsables, equilibrados, maduros, realistas, ecuánimes, etcétera, hemos dado prueba de todo menos de eso: de irresponsables, de egoístas, de absurdos detrás de la aparente coherencia, de hipócritas disfrazados de sinceros, de cínicos y sobre todo de abyectos. Hace unos días tuve la oportunidad de regresar al instituto donde había estudiado y compartir algunas horas con sus estudiantes dialogando de filosofía y antropología, de la vida en general. Dirán ustedes que soy un iluso o un romántico, que también, pero la verdad, al escuchar sus palabras, al conocer sus opiniones, su disposición y valentía, no me quedó otra opción que ir corriendo a la oficina de atención al ciudadano para darme de baja como adulto. Y no es que uno decida huir de las contingencias que le han tocado vivir y refugiarse en el aparente jardín de la juventud, sino que palabra por palabra, gesto por gesto, me parecieron más pesadas, más asentadas, meditadas y honestas sus argumentaciones y actitudes que las que diariamente oigo en la radio, veo en la televisión y leo en los periódicos. No todo el campo es orégano, cierto, pero tampoco todo es mala hierba. Y las últimas y tremendas noticias sobre la población adolescente ocultan este otro lado, ese otro rostro de un sector social que tiene mucho que decir y aportar. Si seguimos esperando a que sean más adultos para permitirles entrar en la realidad de forma directa y activa quizá la realidad ya no sea eso, y ésos ya no sean realidad. Si nosotros nos hemos comportado como niños siendo adultos, quizá ellos pueden comportarse como adultos aún no siendo considerados como tales.