WCw ada vez son más las sociedades que acogen a una juventud airada, que manifiesta su descontento de forma más radical, señal inequívoca de que las aqueja una grave enfermedad. A nivel mundial, no hay duda de que se trata de la juventud más preparada de la historia, pero también de aquella que solo ve ante sí un horizonte de borrascas: crisis económica, desequilibrios estructurales, precariedad laboral y paro irremediable. Es también una juventud forjada en la fantasía del consumo ilimitado, el confort de las nuevas tecnologías y la promesa de un Estado permanentemente ocupado en corregir las desigualdades. El resultado es un compendio de frustración, pesimismo y desapego, en el cual conviven quienes aspiran a superar el desastre con quienes, por razones muy diversas, han decidido emprender una alocada carrera hacia la nada absoluta. Recientemente hemos visto ejemplos de Londres a Tel Aviv, de Madrid a cualquier ciudad árabe. Se trata de fenómenos sociales que responden a factores no intercambiables de un lugar a otro, pero que comparten un mismo desencadenante: el descontento de los jóvenes. Si los estados acuciados por la gestión de la crisis no prestan atención al problema, creen que se debe abordar solo con más policías en la calle o que se diluirá en cuanto la economía vuelva a funcionar, el empeoramiento está asegurado.