La muerte de Juan Antonio Samaranch deja huérfano al movimiento olímpico internacional y también, en cierto modo, a España, puesto que fue una de las personalidades que jugaron un papel de estandarte de nuestro país en el concierto internacional. Desde su puesto de presidente del Comité Olímpico Internacional, Samaranch prestó inestimables servicios a la sociedad española. Su afán por servir a su país fue uno de los rasgos más sobresalientes de su carácter. Lo consiguió plenamente cuando logró los Juegos Olímpicos para Barcelona. Lo intentó con todo el ahínco de que disponía el pasado verano, cuando, en un emotivo discurso, pidió a los miembros del COI el voto para la candidatura de Madrid, haciéndoles hincapié en que sería la última vez que lo pediría, debido a su estado de salud.

La carrera olímpica de Samaranch responde, por otro lado, a su inteligencia y a su reconocida capacidad para estar en el momento adecuado, con las personas más idóneas, en el lugar debido. Samaranch tuvo una capacidad innata para tejer una red de complicidades personales que le permitieron llegar a la cima del COI. Pero, llegado allí, supo poner en marcha un plan de modernización del olimpismo que garantizó la supervivencia de los Juegos, los adaptó a las exigencias de la globalización y, con todas las imperfecciones que se quiera, supo garantizar su independencia económica mediante la explotación de los derechos de televisión --con un éxito sin precedentes porque hoy son los Juegos el acontecimiento planetario por antonomasia-- y de los contratos de patrocinio.

La transformación experimentada por Barcelona a raíz de los Juegos Olímpicos de 1992 es la prueba tajante de la nueva dimensión del olimpismo. A despecho de las críticas al gigantismo, al peso de las marcas y a la transformación del deporte en un gran negocio, el compromiso de Samaranch con la ciudad en que nació y en la que ha muerto permitió que se convirtiera en realidad buena parte de lo que, con harta frecuencia, duerme el sueño de los justos en la imaginación de los urbanistas y planificadores del futuro. Aquel enorme desafío, que difícilmente hubiese visto la luz sin Samaranch en la presidencia del COI, hizo a este acreedor del título de señor de Barcelona-92 y cambió para siempre el perfil internacional de la ciudad. El auge turístico y la apertura de Barcelona a la sociedad del conocimiento son fruto de aquellos días.

El presidente Samaranch habitó lejos del impulso idealista del barón Pierre de Coubertin, pero dejó la herencia del realismo pragmático. Le interesaron más los resultados que los grandes planteamientos teóricos, y seguramente en este apego a lo concreto tienen cabida, al mismo tiempo, las razones de quienes critican su trayectoria y las de quienes lo consideran un ejemplo.