A propósito de Juan Ramón Jiménez, se lamentaba ya en 1981 José Miguel Ullán de la “imagen blandengue y cursilona que se nos ha vendido como fotografía de cuerpo entero para identificar al trote a aquel poeta que se sacó de la manga a un borrico peludo y suave”, y es cierto que a uno de los mayores poetas españoles, Premio Nobel de Literatura en 1956, la inmensa mayoría solo puede, si acaso, asociarlo con Platero y yo, un libro sobre un burro.

El poeta onubense ha sido etiquetado como autor retirado en su torre de marfil. Nada más falso: basta, además de conocer su exilio, leer su libro Guerra en España, para ver qué erróneo es ese tópico y qué auténtico su compromiso con la España republicana. En un libro reciente, Daniel Aguirre Oteiza, profesor en Harvard, muestra cómo ese conglomerado de textos e imágenes, que Jiménez fue reuniendo a lo largo de dos décadas, podría parangonarse con el Libro de los pasajes de Walter Benjamin.

Siempre me ha parecido algo pueril esa disputa entre los partidarios de Antonio Machado y los de Jiménez. Dos grandes poetas en sus estilos respectivos, tan distintos, pero que se respetaban tanto como desdeñarían a sus epígonos de hoy, ramplones y sentenciosos versificadores de un lado, del otro divos y divas que se creen tocados por los dioses en cualquier cosa que escriben a solas con sus espejos.

Para dejar clara su importancia en la poesía mundial del siglo XX ha escrito Juan José Lanz su libro Juan Ramón Jiménez y el legado de la Modernidad, publicado por Anthropos. Lanz, profesor de literatura española en la Universidad del País Vasco (donde, en los años del plan Ibarretxe, algunos quisieron suprimir la Filología Hispánica, a pesar de sus muchos alumnos) y amigo de Extremadura, donde ha venido unas cuantas veces (la última, para el congreso Transversales, organizado en Cáceres en 2016) sitúa a Juan Ramón como “el poeta español más representativo y europeo de la primera mitad del siglo XX” en diálogo con lo mejor de la poesía occidental de su época.

En nuestra sociedad postmoderna de redes, horizontal y sin ningún centro salvo el que señale el cursor en la pantalla, cuando un verso de Juan Ramón o un cuadro de Goya están al mismo nivel que una ocurrencia de Pepito o un vídeo de gatitos, a muchos resultará ajena la enorme ambición que los fundadores de la literatura moderna pusieron en la palabra. Juan Ramón vivió solo para la poesía, algo que si pudiera parecer envidiable, no lo es para quien sufre por la insuficiencia de la lengua para expresar lo que siente. En la articulación de su libro, Lanz se basa en la propia confesión del poeta: “Tres veces en mi vida, a mis 19, a mis 33, a mis 49 años, salí de mi costumbre lírica conseguida a explorar con el ánimo libre el universo poético. Tres revoluciones íntimas, tres renovaciones propias, tres renacimientos míos”.

Lanz expone con detalle la aportación de Juan Ramón, tan amplia que, sin su obra, la poesía española del siglo XX es inimaginable. Si Rubén Darío trajo la musicalidad, el de Moguer depuró como nadie la representación de la intimidad. Del impresionismo de sus inicios pasó a la poesía pura, desnuda, que suscitará años después la reacción de la “poesía impura” de Pablo Neruda. En el exilio, sus obras magnas Tiempo y Espacio dialogan con la ciencia y la filosofía coetáneas.

Lanz dedica uno de sus últimos capítulos a su influencia en la poesía de postguerra. Es lástima que no avanzara más en la cronología: a tenor de lo que se observa, por ejemplo con los poemas que escogen para desarrollar actividades mis alumnos, la obra mínima de Jaime Gil de Biedma es hoy mucho más popular que la ambición de Juan Ramón. Es más fácil medirse con la pequeñez impostada del barcelonés que con la altura, algo altiva, del andaluz.