Para esta noche de Reyes, yo no voy a desear que les regalen patochadas ni tonterías.

Ni aparatos electrónicos difíciles de pronunciar y de dudoso uso, ni libros de moda, ni vales por ropa, ni calcetines o zapatos.

Menos aún me gustaría que les trajeran mensajes de buena voluntad, tan almibarados que estomagan.

Ya los sufrimos bastante el resto del año en marquesinas, carpetas, bolígrafos y hasta tazas.

Sonríe y el resto del mundo sonreirá contigo, dice una de ellas, a la que dan ganas de estrellar cada mañana contra el telediario que no deja de vomitar malas noticias.

Tampoco voy a esperar que se cumplan sus buenos propósitos de año nuevo. No hay más que mirarme.

Si yo hubiera seguido todos los míos, ahora no habría quien me reconociera, y hasta cabría en la ropa que aún sigue invadiendo mi armario.

Sí voy a desearles que vivan, que se rían mucho, hasta atragantarse. Que se den cuenta de que en medio de la muerte, los divorcios, los equívocos y las pérdidas, la vida sigue.

Fea, monótona y gris, pero sigue, persistente y cabezota, por más que nos empeñemos en pararla. Y a veces brilla con una luz mantecosa que promete tardes felices y otras, el cielo se arrebola como si después vinieran mil incendios, que no llegan nunca.

Pero ya la promesa en sí es hermosa, y merece la pena. Y si la música suena, bailen. Se lo digo yo que carezco del sentido del ritmo.

No se tapen los oídos. No se escabullan. Recuerden el juego de las sillas Ya se acabará algún día, y los otros seguirán moviendo los pies, aunque les pese la ausencia.

Hay que girar hasta que la música pare, y sobre todo, ocupar un sitio y no quedarse fuera.

Así que ahora, mientras pertenecemos al grupo de los que han encontrado asiento libre, bailemos.

El mundo no sonríe si nosotros sonreímos, las frases de las tazas y las tarjetas son mentira, pero suena la música. Salgan a la pista, y disfruten. No hacerlo es una estupidez, pero sobre todo, un desperdicio.