Cuando a los diez años se mudó con su familia desde Ceclavín a la capital, debió de pensar que mientras él crecía como persona tenía que ayudar a Cáceres a crecer como ciudad. Y eso hizo desde el campo de la cultura, quizá mejor que nadie.

Yo lo conocí bastantes años después, en una tertulia de escritores que se reunía con fatigosa costumbre en el hotel Alcántara. Él ya no era Julianín sino Julián Rodríguez, y yo era tan solo otro aspirante a escritor.

Durante tres años nos vimos casi a diario. Él me contaba todas las cosas que había hecho y yo le contaba todo lo que no había hecho. Fue una experiencia de profesor a maestro, no al cobijo de un aula sino de un café o de un paseo. Julián tenía la virtud de armar una clase magistral en cualquier momento, fuera sobre los libros de John Berger, los cuadros de Monet, la cocina de Atrio o los armarios de Ikea. Hablábamos durante horas de Carver, Chéjov, Borges o Rodrigo Rey Rosa, pero sobre todo hablábamos de trabajos, amistades, paredes o minifaldas, porque no se llega a la literatura desde la propia literatura sino desde los senderos más transitados de la vida.

En cierta ocasión me desplacé con él y otro amigo a Madrid para pintar las paredes de la casa de su hermano Javier. Agotado tras la jornada, me tumbaba en un colchón en el suelo (a leer o directamente a dormir) mientras ellos, cegados por el resplandor del arte, visitaban alguna exposición.

No citaré su editorial ni sus galerías de arte ni sus diseños para la Editora Regional de Extremadura. Ya lo hacen los periódicos. Prefiero quedarme con esa estampa de hormiguitas desfallecidas mientras subíamos el camino del santuario de la Virgen de la Montaña, y cómo el aire fresco reanimaba nuestros pulmones en la bajada. Aquellos días largos. Aquellos días jóvenes y luminosos. Aquellos días en los que el mundo era una góndola y reíamos como si no fuéramos a morir nunca.