Quizá debiéramos volver la mirada (y el pensamiento en calma) a Julio Anguita. A él y a otros muchos como él que supieron anteponer el futuro al pasado. Una generación de españoles que supo conquistar espacios de encuentro y, en ellos, escribir su mañana. Deberíamos volver a él y otros como él. Hoy más que nunca. Hoy que han resucitado todos los cainismos. Hoy por mañana.

Julio Anguita era hijo de su tiempo. Un buen hijo, sin duda. De cuantos políticos han tenido asiento en el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, uno de los más altos herederos de la poética joseantoniana. El propio Santiago Carrillo dijo de él, con cierta mala baba, que era falangista. Con o sin mala baba de por medio, Julio Anguita, que fue falangista, no dejó nunca de ser íntimamente joseantoniano. La misma poética, la misma reciedumbre.

Julio Anguita creció con las Completas. El Frente de Juventudes, además de fuegos de campamento, prendió en algunos de aquellos muchachos el fuego de las Completas. En algunos, no son mías las palabras que son de Santiago Carrillo, dejaron las secuelas de la revolución pendiente. En Julio Anguita, por ejemplo. Luego vinieron otras mil lecturas y el joven maestro acabó militando en el leninismo. Pero de aquel primer amor le quedaron las brasas, las maneras, las cuadraturas intelectuales,... la reciedumbre y la poética. «Hay que llevar a don Quijote a los Presupuestos Generales del Estado» dijo en una ocasión el casi cordobés y para escribir semejantes poemas morales hay que haber leído mucho a Unamuno... y a José Antonio.

Católico a machamartillo en su juventud como José Antonio. Hijo de militar como José Antonio. Cazador de ciervos y gamos como José Antonio. Y, como José Antonio, entregado a la pasión de España. Tenía razón Carrillo cuando aseguraba que tenía pasado falangista. Julio Anguita, en su juventud, escribió rendidas biografías del fundador de la Falange. Más bien hagiografías. Todo el mundo tiene un pasado. Y el derecho a escribir su propio futuro. Julio Anguita lo escribió. Ajeno a toda gama de grises, pero quizá no tan lejos del que José Antonio hubiera escrito de no haber encontrado temprana muerte a los treinta y tres años.

Volver la mirada a Julio Anguita. A esta vieja fotografía que lo dice todo. Córdoba, 1980; el primer alcalde del nuevo régimen invita a tomar una copa por Navidad a los que le precedieron, los alcaldes del viejo régimen. En ella aparecen de izquierda a derecha: el propio Julio Anguita, Antonio Alarcón, Antonio Cruz Conde, Antonio Guzmán y Alfonso Cruz Conde. Tal cual. Algo que hoy escandalizaría a los abanderados de las dos Españas (irreconciliables, sañudas y rabiosas). Algo de lo que abominarían los que han vuelto a las trincheras (fango y pólvora). Solo por eso, por lo que significa esa foto, pero sobre todo por cuanto representó aquella generación, por su empecinamiento en enterrar toda suerte de guerra entre españoles, deberíamos volver la mirada a Julio Anguita y a los que transitaron el camino que él transitó. Volver la mirada a la reconciliación; porque la guerra la perdimos todos, pero la reconciliación la ganamos todos. Cuestión de estilo. Y elegancia. Dicho queda.

De aquellas primeras lecturas de las Completas intuyo que Julio Anguita tomó dos verdades sobre las que construyó todo su pensamiento posterior: que todo capitalismo esconde un fondo de injusticia social y que toda democracia liberal es siempre imperfecta. Pero tomó sobre todo una poética y una reciedumbre en el verbo y en la obra. Sea como fuere, el califa rojo nunca ocultó su pasado, ni siquiera el dolor del tránsito de unas ideas a otras, quizá porque siempre fue fiel a sí mismo y a su amor a España (y a su revolución pendiente). Descanse en paz el viejo maestro.