A un conductor le exigen hacer un transporte de Sevilla a Barcelona (1.000 km) en solo 6 horas. Diligente, esforzándose todo lo que puede consigue llegar en 7 horas, pero el jefe mira el tacógrafo y lo sanciona por haber excedido el límite de velocidad (120 km/h) y, además, el presidente de la asociación de empresas de transportes clama, por todos los medios, por que echen al conductor. Todo el mundo convendrá en que es una situación injusta para el conductor: no tiene ninguna responsabilidad en ella. En todo caso, no haberse rebelado ante las exigencias desmesuradas, pero rebelarse en una situación de dependencia no es fácil: se puede perder hasta la camisa.

Eso es lo que le ha pasado al juez Rafael Tirado , para el que se reclama poco menos que la guillotina. Ya sé que sorprenderá, porque no es esta la versión que se ha explicado, pero es así. Trabajaba a un ritmo del 140%, y ni así se podían resolver todos los asuntos del juzgado. Era inevitable --como el conductor-- correr más de lo pertinente, reducir los niveles de exigencia, y lo sabían desde hacía años tanto el Ministerio de Justicia y la Junta de Andalucía como el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Pero lo consintieron sin dotar al juzgado de los instrumentos técnicos, materiales y humanos para poder controlar de forma adecuada los procedimientos, y al final ha pasado lo que tenía que pasar. Desde el punto de vista de la ciudadanía, es un desastre intolerable, pero es también una negligencia por parte de las administraciones autónoma, estatal y judicial, porque son los únicos que podían ponerle remedio y no lo hicieron. Y ahora reaccionan tapándolo del modo más chapucero, gritando más y más fuerte que la culpa es del que tenía todos los número para ser el cabeza de turco.

XPERO NO SOLOx el juzgado de Sevilla está así de sobresaturado: la mayoría de los juzgados de España tienen un volumen de pleitos que con frecuencia duplica los niveles previstos como máximos, y todos los jueces de España nos hemos sentido un Rafael Tirado en potencia. Accidentes como este le pueden pasar a cualquier juez y en cualquier juzgado, ya que están desbordados de trabajo, con dotaciones de personal inadecuadas para las funciones y las responsabilidades que conllevan, y con medios materiales e informáticos precarios, que no permiten un adecuado control de la tramitación, que se tiene que seguir haciendo como en el siglo XIX: con libreta y lápiz. Pero el juez no puede decidir ni la carga de trabajo asumible, ni el personal que hay que contratar, ni los medios necesarios, ni el sistema informático adecuado. Todo le viene impuesto. En estas condiciones, ¿alguien puede aventurar que es el responsable de ello?

A nadie le puede extrañar que salten chispas en esta situación de larvado descontento del entorno judicial, acumulado durante años de abandono, saturaciones, injerencias, desconsideraciones, etcétera. Cada día se ve peligrar más la independencia judicial, ya ni siquiera se disimulan los procedimientos para nombrar a los vocales y el presidente del CGPJ y se hace ostentación de un poder acaparador. Además, para ganarse el favor de un pueblo más adoctrinado que informado y necesitado de culpables para sus males, el Gobierno no duda en echar más leña al fuego del linchamiento.

Y esta situación generalizada ha sido la espoleta que ha hecho estallar la indolencia judicial como un volcán, con un proceso digno de estudio, porque un colectivo individualista y taciturno como el de los jueces ha reaccionado de pronto uniendo voluntades: las de los jueces asociados con las de los no asociados, las de los jueces jóvenes con las de los jueces mayores, y las de los jueces del pueblo más pequeño con las de los del Tribunal Supremo. Lo que se ha producido ha sido un auténtico tsunami, como algunos han bautizado la riada de correos electrónicos internos que, desde el pasado día 8 han inundado los buzones con más de 2.500 mensajes de jueces heridos en su dignidad, con un denominador común: basta.

Así arranca un movimiento contestatario, con la celebración, ayer, en toda España y a todos los niveles, de juntas o asambleas de jueces para debatir y adoptar acuerdos, con posibilidad de desencadenar la primera huelga de jueces de la historia, para poner de manifiesto, de una vez por todas, las graves carencias de la justicia, tantas veces reclamadas a nivel interno sin respuesta, y de poner el dedo en la llaga de la falta de inversiones y dotaciones en la Administración de justicia. Porque, los problemas de la justicia no se ven como un problema político; por lo tanto, no tienen un coste político, no restan votos, ergo, la justicia permanece en la cola de las prioridades de atención e inversión. Y así nos va, cada vez peor. Y como nadie hace caso, diciéndolo de forma amable y correcta, ahora toca dar salida al estallido de insatisfacción contenida, de dignidad ofendida y necesidad imperiosa de salvar la última de las garantías de la ciudadanía: la independencia del poder judicial ante las veleidades fagocitadoras del poder político, que está haciendo de la separación de poderes de Montesquieu una pieza de museo.