Jurista

La justicia es cara y, en consecuencia, desigual. Existen dos clases de justicia: una para los ricos y otra para los pobres. Las dos se pagan en euros según el baremo que regulan los colegios profesionales, pero sus cuantías mínimas --idénticas para ambos grupos-- son prohibitivas para el ciudadano medio.

Para la banca, las grandes empresas y los delincuentes de corbata esta desigualdad constituye un arma de gran potencia y eficacia. Los magnates pueden contratar a los mejores profesionales cuya cotización depende de su prestigio o posición. Pero los carentes de fortuna han de encomendar sus asuntos a letrados del montón si sus ingresos les impiden acogerse a los del turno de oficio.

Esta discriminación, amparada por la doble moral constitucional, constituye una clara injusticia social. Porque no es cierto que la justicia sea gratuita; por el contrario, la justicia es lenta, sumamente costosa, burocrática y mala y, lo que es más grave, para acceder a ella, es obligatoria la asistencia letrada aunque la ineptitud de muchos profesionales la haga ineficaz.

La mayoría de la ciudadanía considera a los abogados cuervos con alma de demonio, traficantes de miserias, depredadores de empresas o estafadores de cuello blanco. La causa de esta degradación es evidente: al ser decenas de miles los abogados que ejercen en nuestro país, la mayoría no han podido realizar prácticas con buenos maestros, lo que les priva de realizar el oficio con sabiduría y experiencia. No hay clientes para todos. Muchos subsisten gracias a los honorarios del turno de oficio. Otros, los de los ricos, los titulados de los grandes bufetes, grupos de presión de fuerza ilimitada por sus influencias políticas y económicas, confunden este oficio con el capitalismo o la usura. Las normas sobre honorarios de los colegios profesionales (en realidad tablas de mínimos, porque sus cuantías no tienen límite) establecen los porcentajes a percibir por los abogados en relación con la cuantía de los pleitos.

Sepan, a modo de ejemplo, que una reclamación civil de 300.000 euros devenga por lo menos unos honorarios hasta sentencia (su ejecución comportará otros) de 29.520 euros, a los que deberá añadirse los derechos del procurador, cuya actuación es forzosa, y los costos de los peritos. Si ganan el pleito y consiguen una condena en costas, la totalidad de las expensas las pagará la otra parte; pero si pierden, deberán satisfacer las suyas y las del contrario. No obstante, si son pobres, es decir, si sus ingresos no superan el doble del salario mínimo, han dado en el blanco. El Estado premiará su precariedad económica con los beneficios de la asistencia jurídica gratuita. Podrán pleitear gratis siempre que pierdan, porque si ganan y cobran la cantidad reclamada, se deducirá de ella el importe de la minuta del abogado y el de las facturas de sus colaboradores.

Con la democracia se suprimieron las tasas judiciales, unas cuotas tributarias muy costosas que debían satisfacerse al Estado para pleitear. En 1978, cuando entró en vigor la Constitución, el primer Gobierno de la transición declaró la gratuidad de la justicia; sin embargo, el actual ha reinstaurado casi en secreto las tasas en los procesos civiles y en los contenciosos-administrativos. De momento lo ha hecho para las empresas, introduciendo sorpresivamente dos artículos en la ley de medidas fiscales de 30 diciembre de 2002, que acaba de entrar en vigor. Si para el sufrido ciudadano el acceso a la justicia era un despilfarro, a partir de ahora se convertirá en un lujo asiático.

Un consejo: jamás vayan al hospital o al juzgado por su propio pie. Si no les queda otro remedio --cuando les lleven en camilla, esposados o la ley les obligue a ir--, háganlo, pero nunca franqueen sus puertas sin habérselo pensado mil veces. Porque, si bien se sabe adonde conducen las de entrada, las de salida pueden llevarles al cementerio o a la cárcel. Cuando esto lean, muchos de ustedes se preguntarán si todavía existen abogados competentes, honestos, probos, equitativos y defensores a ultranza de los más débiles. Sin pretender ser corporativista les puedo asegurar que sí. ¡Claro que los hay! Durante los 40 años en que he practicado la abogacía he conocido a más de 100.