La decisión de Zinedine Zidane de dejar fuera a Keylor Navas se entiende poco y mal, sobre todo teniendo en cuenta que los beneficiados son un Thibaut Courtois en horas bajas y el propio hijo del entrenador, Luca Zidane, que pasaría a ser segundo portero.

Algunos nacen estrella y otros, estrellados, y luego está Keylor Navas, que es ambas cosas a la vez. A pesar de sus grandes virtudes bajo los tres palos, nunca se ha librado del estigma de ser la segunda opción, y ahora ni eso. Florentino, loco por deshacerse de él, lo embarcó en un avión el 30 de agosto de 2015, rumbo a Inglaterra para que David De Gea ocupara su puesto, un fichaje esperpéntico que en el último minuto se vino abajo. Navas volvió a ocupar su puesto bajo la portería y en cinco años ha sido corresponsable de doce títulos con el Real Madrid, entre ellos una liga y tres Champions consecutivas. Estos logros deberían bastar para ganarse la vitola de estrella, pero los dirigentes del club, inexplicablemente, prefieren verlo estrellado.

Se va Keylor, un hombre modesto y nada conflictivo que le ha dado al Real Madrid tantos títulos, y se queda Courtois, un portero que en su primer año ha tenido actuaciones deficientes dignas del olvido.

En el deporte, como en la política -y prácticamente en todos los ámbitos-, a veces prima el factor humano -sensaciones, al fin y al cabo- sobre los méritos, más fáciles de cuantificar y por tanto más racionales.

Es cierto que todos somos unos listillos (ya sabemos que hay un entrenador de fútbol y un presidente de gobierno en cada español), pero, más allá de las preferencias deportivas que podamos tener, la marcha de Keylor Navas se presenta como un caso de ingratitud que causa bochorno.

Keylor recordará siempre con cariño a la afición del Real Madrid y con desafecto a la directiva, empeñada en ningunearle pese a su ejemplaridad dentro y fuera del campo.